Mi perro; ¡el mejor perro del mundo!

Salvo raras excepciones —porque ciertamente las hay—, parece que todos nos sentimos con el rotundo derecho y los mejores argumentos para declarar sin vacilar, que nuestro perro fue/es/será el mejor perro del mundo. Esta vez quiero hablar de Jimbo mi perro; nuestro perro: el mejor perro del mundo.
Tendré que empezar por el final, pues ahora con el corazón hecho pedacitos es como necesito contar (tratar de poner en palabras y por escrito, para que nunca nunca se me olvide) y, sobre todo, porque apalabrar el dolor es un intento por lamer la herida que ha dejado su partida. Sí, lamer y lamer nomás que gramaticalmente, así como ellos te lamen en el afán de sanarte, de amarte.
El día que Jimbo murió se dibujó un arcoíris en el cielo y la puesta de sol se mostró majestuosa, las nubes se incendiaron durante unos minutos después de que el astro sol se ocultó en el horizonte.
No les he de contar nada nuevo para quienes —como lo han impuesto las nada justas leyes de la naturaleza— les ha tocado ya despedirse de su perro. Salvo por supuesto, los intempestivos accidentes, está determinado que tu perro inevitablemente vivirá menos años que tú. Se dice incluso que un año humano equivale a siete años perrunos. Si es así, mi Viejitobb (viejito porque su cuerpo sufrió el inclemente deterioro vital y simultáneamente un bebé porque Jimbo nunca dejó de ser un cachorro en espíritu) vivió entonces casi 84 años humanos, hasta que su grandísimo corazón no resistió más. Es curioso que mi Jimbo justo haya degenerado una condición cardíaca que implicaba que su corazón creciera desmedidamente, pero a la vez no tenía nada de raro, mi Jimbo no solo fue el mejor perro del mundo, sino que tuvo el corazón más grande del mundo!!!!
La prueba está en todo lo que hizo por mí, por nosotros; Jimbo me mostró el inconmensurable mundo perruno. Sí, fue mi primer perro. Fue capaz de hacer aparecer en mí una especie de tercer ojo. Sé que ello no me hace especial, pues con ese ojo ya contaban desde hacía tiempo muchos de quienes me rodeaban (mi familia por default que siempre ha sido perruna). Pero sí lo hace increíblemente especial a él, pues tuve incontables oportunidades para «despertar» y no fue sino hasta que Jimbo se apareció frente a mí que mi mundo se expandió, pues experimenté el amor en otra dimensión; un amor inter-especie. Con toda la certeza de la que es posible la conciencia, es decir, de esa que ya no puede decirse sino sólo sentirse, supe que había unos seres distintisisisisimos a nosotros con los cuales era posible vincularse de mil modos afectivos. Jimbo me amó, e igualmente sé que él —así, perrunamente— se supo amado por mí, por nosotros. Yo lo viví como humana, él como perro, y sin embargo, parece que ello no imposibilitó un compartir, un intercambio, un cuidarse mutuo, simplemente un habitar juntos el mundo. No es atinado del todo hablar en términos de ‘yo y mi perro’, porque éramos nosotros; la manada, donde se diluyen los límites precisos de lo suyo y lo mío… Más preciso sería hablar de un «entre nosotros». Siempre perpleja, siempre asombrada al infinito, siempre atónita porque ¡él era un perro y yo una humana! Ese delicioso enigma que nunca traté de descifrar, sino más bien de conservar, disfrutar y de regocijarme en la experiencia inédita e inefable de convivir-nos, procurar-nos, mirar-nos, pasear-nos, acompañar-nos, dar-nos el amor (como siempre lo dijimos en la manada), apapachar-nos, divertir-nos, enseñar-nos. Procurando siempre preservar cual invaluable tesoro nuestra rotundísima y absoluta diferencia: él era un perro, yo, su humana elegida. Siempre asombrada le decía a Danielopski —¡Es un perro, Pach! ¡Es un perro! Y me emocionaba infinitamente.
Sí, tardíamente tal vez, pero muy a tiempo también, teniendo yo 33 años conocí a Jimbo quien tenía menos de un año, y he aquí otra de las razones por las que fue el mejor: quien me lo presentó fue Danielopski, y me dejó hacer de su perro, mi perro; nuestro perro. Y como pasa todo en la vida —porque el control no es sino una ficción en la que es tranquilizador creer— sin siquiera preverlo, Jimbo fue un eslabón totalmente importante, decisivo e imprescindible para la ecuación que se fue forjando entre nosotros, la ecuación de «hacer vida juntos». Seguramente Jimbo y su presencia e inteligencia perruna fue lo que sin darnos cuenta hizo que fuéramos la manada que somos. Porque Perrito —nuestro otro perro—, igualmente quedó irremediablemente prendido de él cuando lo conoció. Sin duda, amor perruno a primera vista. Literalmente no se volvieron a separar, durmieron juntos sin excepción durante 9 años. Fueron el ying yang perruno. Jimbo fue una fuerza gravitacional entre nosotros.
Jimbo el mejor perro del mundo parecía tener superpoderes: nunca, de verdad nunca fuimos al doctor por alguna enfermedad o complicación. Miento, fuimos una vez, un año antes del diagnóstico cardíaco; en el mero cumpleaños de Danielopski amaneció con la pata delantera hinchada en grado superlativo. No supimos a ciencia cierta qué lo provocó, pero lo más probable es que haya sido un piquete de algún bicho arácnido.
Incluso cuando a sus 11 años le diagnosticaron que su corazón había crecido, sólo fue esa vez la que tuvimos que visitar al doctor. Le recetaron una medicina y le prohibieron las caminatas diarias, lo cual fue un golpe fuerte y doloroso tanto para él como para mí, porque de hecho así fue como forjamos nuestro vínculo recién llegado a la vida de Danielopski —y por lo tanto a la mía—, en aquel entonces Danielopski tuvo un accidente y fui yo quién lo sacó a pasear durante varias semanas. Luego, durante un viaje largo por el que Danielopski estaría ausente, también nos tocó pasear juntos durante un mes. Ya viviendo juntos, las caminatas fueron intermitentes, hasta que llegó la pandemia y comenzamos a salir con regularidad. Para cuando vino la jubilación, Jimbo y yo llevábamos casi dos años caminando diariamente.
Tal vez fuera cierto lo de los superpoderes porque una vez se comió cachitos de plástico de un Rotoplas que luego vomitó y salió ileso de tal proeza; otra vez fue un calcetín que habitó su intestino durante dos meses, innumerables las veces en que ‘nos ganó’ y se comió algo podrido, suciedades en la calle y rarezas de todo tipo.
Pero Jimbo no era inmune al tiempo, y la vejez le empezó a transformar su rostro, comenzó a perder poco a poco esa audacia, sagacidad y esa inaudita destreza motriz (una vez cazó una rata al vuelo en el jardín y daba saltos dignos de un perro circense). Como buen Golden era inquietísimo, tenía una energía inagotable, corría y corría y corría, alcanzaba la pelota que luego resultaba todo un lío quitársela para poder seguir jugando; la baba y los pelos eran parte integral de tu ropa y piel, porque Jimbo siempre quería estar contigo, pegadito, faldero, dando y pidiendo amor; ¡no tenía llenadera, pues! Recordamos constantemente que cuando él era muy joven, yo le decía: —¡Cálmate! ¡Tranquilo! Para que tu corazón dure muchos años ¡Calma! —pero también sabía que pedirle eso, era como cortarle las alas a un pájaro. Jimbo era así, emocionado todo el tiempo, y así era el mejor perro del mundo.
A la manada completa, que incluía dos perros, dos árboles, cientos de plantas y dos humanos, ahora nos queda aprender a vivir faltándonos uno.
Jimbo no fue sino un peludo con un gran gran corazón de perro.