Cultura

LA LEY DEL HIELO

Buscando la previsión del laureado literato mexicano Octavio Paz, del paso de la violencia verbal al acto violento, encontré: Si cada día nos familiarizamos con la violencia verbal, habremos dado el primer paso para escalar a otras clases de violencia. En la sinopsis de la obra teatral “Oniria” no está lejos esta intención o pensamiento: […] acabar con las malas palabras […] para prevenir las guerras.” Con un mandatario lenguaraz, que endilga vituperios, ofensas y bravatas como boxeador que aporrea la pera-loca, las palabras entrecomilladas cobran notoriedad, y me hacen recordar las de Pedro Ferriz de Con, recién ocurrido el atentado contra Ciro Gómez Leyva: “El presidente (AMLO) no dispara, pero apunta la mira.”, pues veinticuatro horas antes había denostado al periodista en su narrativa mañanera, que justifica y defiende como acto informativo. La misma sinopsis dramatúrgica cierra con la pregunta: “¿Qué sueña un niño que ve a sus padres pelear todo el tiempo?”, o sea, ¿cuáles son las influencias o consecuencias del comportamiento paterno en el desempeño o conducta de los hijos?, ahora que la prole López Beltrán (la prole presidencial) tan poco coincide ni ejemplifica la prédica del patriarca, que abomina iracundo de la corrupción y del negocio de la mediación por los contratos gubernamentales.

Fuera del disparador onírico de la trama interpretada por el grupo Proyecto Dramante, la acción de la obra del bonaerense Martin Giner, con dirección escénica de Víctor Eduardo Sasia Farías, me asombra de mí mismo por la cantidad de remembranzas teatrales que me va provocando, y además todas gratas, cuando la trama de “Oniria”, fiel a su título, me hace ver mentalmente a la Capitana Gazpacho.

A partir de la segunda llamada, el montaje de Sasia Farías arranca con la fuerza gráfica de un telón de fondo que presenta en seis paneles verticales un rostro infantil un tanto fantástico, pues una mitad está desprovista de epidermis.

Dos paneles funcionan como puertas de acceso al foro por parte de tres actores —Lucas Mendoza, Jesse Cazares y José Guillén— con otras tantas sillas plegables. Con ellas crean diferentes ámbitos físicos, domésticos, náuticos, rústicos, palaciegos, selváticos, etcétera.

Salvo por un sombrero y dos cachuchas, la uniformidad del vestuario es total —trajes y zapatos negros, corbatas y calcetines rojos y camisa blanca—, sin significación específica, según el conversatorio post-función.

El humor depende mucho de la incongruencia o alteración de la lógica obviedad. La expresividad corporal es muy intensa para ironizar la realidad.

En cuanto vino a cuento una convención de caña o timón, con apariencia de rueda de bicicleta, con dirección de la diagonal del foro, y órdenes erráticas, de consecuencias nefastas por contradictorias, fácilmente aparecieron “Las tremendas aventuras de la Capitana Gazpacho, o de cómo los elefantes aprendieron a jugar a las canicas”, del queretano Gerardo Mancebo del Castillo Trejo (1970 – 2000, en Querétaro), para llegar a una localidad sin ubicación en mapa alguno, con habitantes intratables, que nunca vemos. “Malas palabras”, de Perla Szuchmacher (Argentina 1946 – México 2010) con El Pelos, el amiguito confidente de la protagonista infantil, en lugar del trío de enanitos de “Oniria”.

Por la enorme coincidencia de las consecuencias adultas en la infancia, “1, 2, 3 por mí”, de Alejandro Cruz y Sandra Ugalde Araiza, que conocí gracias al montaje e interpretación del grupo El Pregonero; y “Mía”, de la literata morelense Amaranta Leyva, con las magníficas interpretaciones de Fabián Verdín, personificando un juguete confidente y consejero de Mía, que yo veía como una catarinita galáctica, y Vero Haro y Eli Peralta de Ita alternándose el personaje de la niña Mía, que termina sus sufrimientos disputada por sus padres, de ahí su nombre de pila, suicidándose.

Forzándome a la remembranza familiar, reconoceré que gracias a mamá conocí la “Ley del Hielo”, aplicada a papá. Era la señal de que habían tenido algún desacuerdo y/o enojo. En esa instancia era incómodo dirigirle la palabra a cualquiera de los dos, sin la sensación de incurrir en traición.   En términos de mi adultez, era como estar en una tregua sin suspensión de hostilidades. ¿Trascendencias o consecuencias?, las desconozco.

«Todo en el escenario ha de estar justificado», había yo escuchado por parte de algún maestro en la UAQ-FA. Atenido a esta condición o requisito, en el conversatorio post-función animado por la Escuela de Espectadores, pregunté por la prevalencia cromática del rojo y el negro, y únicamente de varones, habiendo actos y comportamientos femeninos. Fuera de las indicaciones del autor, no fue aventurada siquiera una suposición genérica para tales tonalidades, y se admitió que nada impediría la prevalencia femenina interpretativa. Se me había dicho la utilización del color rojo para respaldar y proponer la pasión y la sensualidad, características o condiciones un tanto ajenas o prescindibles en “Oniria”. Esperaba respuestas más ilustrativas o informadoras a través del conversatorio aludido.

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