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La espalda de Gabo

Por: Andrés Felipe Giraldo López.

Era mayo o junio de 1995, no recuerdo bien. Yo llegaba a la oficina de mi padre y un señor salía de allí caminando presuroso. Vi sólo su espalda cubierta por un blazer de cuadros, su cabello cano y crespo y un pantalón negro ancho. Se desvaneció en unos pasos. Mi padre estaba sentado detrás de su escritorio con una sonrisa real, mágica. Le pregunté quién era la persona que salió. Suspiró y me dijo: Gabriel García Márquez. Yo me reí y le dije: “En serio papá, quién era ese tipo, no me venga con cuentos”. Me repitió mirando aún el recuerdo, “Gabriel García Márquez”. Salí corriendo a la calle para ver si lo alcanzaba pero no, ya se había ido. Puedo decir que conocí la espalda de Gabo. Y algunos libros de su maravillosa obra.

Ese día, Gabo entrevistó a mi padre dentro de una investigación para uno de sus libros periodísticos: Noticia de un secuestro. En él, narraba desde las entrañas el secuestro de siete personalidades del país a manos del Cartel de Medellín en la época de su mayor ofensiva contra el Estado. Mi padre fue Ministro de Justicia de Colombia durante un año desde agosto de 1990 y debió hacer frente a esta situación. Gabriel García Márquez no sólo era un gran literato, sino también un excelente periodista. Sus investigaciones eran serias y exhaustivas. No esperaba a que la información le llegara a su escritorio. Él mismo la buscaba. De este libro quedó un renglón que para mí es un tesoro, porque define a mi padre como nadie más lo hubiese podido hacer: “Giraldo Ángel, con su aire de sabio distraído, su precisión verbal y su habilidad de ordenógrafo prematuro…”. Así es mi padre.

No puedo decir que fui un gran fanático de García Márquez. Pero sí puedo decir que todo lo que me llegaba de él me dejaba asombrado. No sabía cómo le podía caber tanto ingenio a una mente. La primera gran buena noticia nacional de la que tengo recuerdo fue a mis ocho años. Gabo recibía el Premio Nobel de Literatura en 1982 en Estocolmo, vestido con un atuendo típico caribe llamado “liqui-liqui”. Ese día supe que era un tipo importante y, además, sencillo. No fue un libro lo primero que vi de Gabo. Fue una película: Tiempo de morir. Esta película de 1985 refleja la lucha incesante entre la justicia y la venganza. Y al final, como en una alegoría de lo que viviría la historia de mi país, venganza y justicia mueren.

Intrigado por las letras del Nobel y la narrativa de Tiempo de morir, tomé mi primer libro de él a los doce años: Crónica de una muerte anunciada. Una vez comenzado el libro, era imposible parar. Me lo devoré. Sufrí la absurda muerte de Santiago Nasar y maldije a Ángela Vicario. Me parecía que Bayardo San Román era un idiota que no merecía la muerte de nadie. Amé la crónica y empecé a escribir cuentos desde niño, tan simples como la rutina que me llevaba de la cama hasta el bus del colegio. Siempre quise ser escritor. Y en ese camino, García Márquez siempre ha sido un referente.

De García Márquez también me intrigaba su vida. Me preguntaba por qué no vivía en Colombia. Y la respuesta era simple: El Gobierno de Julio César Turbay, un expresidente alineado con la operación Cóndor de Estados Unidos, lo perseguía por ser comunista, aunque no lo era. Simpatizaba y era buen amigo de Fidel Castro, ese era su gran pecado. Entonces se exilió. Se fue para México en 1981 salvaguardando su integridad ante la amenaza de las fuerzas de seguridad del Estado. Y allí encontró una Patria en donde importaba más su ingenio literario que sus simpatías ideológicas.

Desde ese momento, en Colombia se le empezaron a hacer reclamos tan absurdos como que no había ayudado en la construcción del acueducto de su natal Aracataca, un pueblito pequeño y abandonado por el Estado donde viven el calor, los mosquitos y muchos de los paisajes que inspiraron al Nobel. Se le trató de apátrida, de traicionero y comunista. Pero no hubo presidente después de Turbay que no lo llamara a pedirle consejo o ayuda para conseguir la paz. Y allí estuvo siempre. Cuando vieron que así como visitaba a Castro en Cuba también iba a donde Clinton en Estados Unidos o a donde el presidente de Francia en turno, también empezaron a acusarlo de burgués.

Yo busqué en su literatura si había rasgos de lo que decían de él. Leí “Miguel Littin clandestino en Chile”. Otra joya del periodismo. La vida de un exiliado en su propio país. Leí “Doce cuentos peregrinos” y percibí que Gabo tenía una imaginación bizarra, pero no maléfica. Descubrí que Gabo era lo que escribía. Era un narrador caribe, profundamente descriptivo, interesado por los pobres y los oprimidos. Quizás ese era su tal comunismo. Era amigo del poder, pero nunca quiso ser poderoso. Precisamente porque él vivía en una tribuna desde la que observaba el mundo, el real y el mágico, y como un alquimista, como su Melquíades de “Cien años de soledad”, los mezclaba con sus letras. Y así todo en su obra es real y mágico.

García Márquez radicó en México. Pero vivió en toda América Latina de palabra, obra y acción, interpretando el sentir de los paisajes, de las personas, de los momentos, del folclore tan propio que late en lo que somos, desde el Río Bravo hasta la Patagonia. Pelear la nacionalidad de Gabo es como pelear la realidad de sus libros. Todo el mundo sabe que sus obras tienen algo de verdad como algo de fantasía. Así es el mundo. Y él es del mundo. No merece esa prisión inventada que llamamos Patria. Él está libre de esas ataduras y su nacionalidad se expande cada vez que un libro suyo se lee en el mundo. Un chino que lo lee, lo siente chino. Por eso hasta en China tiene un monumento. Él es de Macondo. Y Macondo queda en donde se encuentren mariposas amarillas. Esa es la Patria de Gabo.

Conocí la espalda de Gabo mientras se iba. Hoy que se va, que se aleja de esta realidad y nos deja la magia de su obra, recuerdo su partida y la recreo en mi mente como aquel mayo o junio de 1995. IIuso, siento que Gabriel García Márquez no ha muerto. Sólo dejó de escribir y se fue a descansar. Hasta siempre, Maestro.

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