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Por: Gonzalo Guajardo González

En la canción Jacinto Cenobio, el narrador cuenta que se encontró en un mercado de la capital a un hombre que descargaba un camión. En ese individuo andrajoso y sucio reconoció al padrino que buscaba desde tiempo atrás, y le preguntó por qué ya no estaba en su pueblo, a lo que el hombre le respondió pidiéndole que a nadie le contara que ya lo había encontrado; además, le confió que ya no quería volver allá, pues no tenía ni a dónde llegar; que murió su esposa, que sus hijos tuvieron que emigrar y que había perdido la cosecha, además de que se le quemó el jacal.

La canción provoca pesar en quien la oye, pero no sólo por sus características artísticas –tino en el lenguaje, armonías melancólicas y ritmo bien cuidado–, sino también porque da cuenta de una realidad que afecta a la población, aunque no todos tengan conciencia clara de ello; en efecto, la mayoría tiene la vivencia sorda de que experimenta un profundo malestar, y que éste es angustiante, pero sin poder verbalizar claramente de qué malestar se trata.

En su libro Una epistemología del Sur, publicado por la editorial Siglo XXI en 2009, el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos incluyó un texto ilustrativo –El fin de los descubrimientos imperiales– sobre lo que está pasando con esos ”Jacintos Cenobio” que se encuentran a cada paso en ciudades y pueblecillos de América y gran parte del mundo; sobre todo en esas latitudes que el autor llama “el sur”, no precisamente por su ubicación geográfica cuanto, más bien, por la historia que han vivido a partir del Descubrimiento de América, uno de los descubrimientos imperiales más significativos del segundo milenio de nuestro calendario actual.

De Sousa Santos pone el dedo sobre la llaga desde el inicio de su documento al identificar que el descubrimiento es, al mismo tiempo, una relación de saber y de poder, pues uno tiene la desfachatez de decir que descubre a otro, con lo que se asume un acto de apropiación.

Hay que recordar esa perspectiva judía, heredada al cristianismo más tarde, planteada desde el Génesis, en que, una vez que dios ha creado a la primera pareja de seres humanos, hace pasar frente a ellos todas las maravillas y creaturas de la Tierra y les dice que les pongan nombre, con lo que les propone que se apropien del mundo; más adelante, igualmente en el Pentateuco, cuando una voz llama a Moisés, éste le pregunta por su nombre, a lo cual la voz responde “Yahvéh”, que no es el nombre de dios, sino que quiere decir: “no te digo mi nombre” (todavía hay pueblos y civilizaciones que hoy asumen que saber el nombre de algo o de alguien significa dominio sobre de eso).

De Sousa señala, además, que “descubrir a alguien” implica entenderlo como inferior y que, en el caso del descubrimiento de América, la inferioridad de los americanos asumida por los europeos fue legitimada y profundizada, lo que se reforzó mediante diversos recursos sucesivos o simultáneos: declaración de guerra, esclavización, genocidio, racismo, descalificación, ver al otro como objeto o como recurso natural, imposiciones políticas, imposiciones culturales e imposiciones económicas.

Pero no sólo América fue “descubierta” por los europeos. Oriente también lo fue a su manera, paulatinamente, desde las travesías épicas de los griegos y romanos de la antigüedad, pero sobre todo después, ya en el segundo milenio, con Marco Polo y otros mercaderes.

El Oriente fue atractivo para Europa durante el segundo milenio –por lo que en la literatura de Occidente fue aclamado varias veces como lugar de ensueño–, pero en realidad siempre tuvo la función de enemigo –como todavía hoy la tiene para los europeos y sus herederos–, en el que se han identificado todas las maldades posibles y al cual se le ha responsabilizado directa o indirectamente de los sufrimientos occidentales. De ahí que Al-Qaeda, o los iraquíes, o los iraníes, o los egipcios, o los chinos, o los coreanos, o los orientales indistintamente son vistos con odio o desconfianza básica. Aunque hoy, también, como un vasto mercado.

Por su parte, África –sobre todo la localizada desde el ecuador y al sur de éste– fue siempre el lugar donde abundaba la principal fuerza de trabajo pesado; y es que en el siglo XVI las autoridades de la iglesia católica de entonces prohibieron que se esclavizara a los aborígenes americanos, pero no dijeron nada a propósito de la condición humana de la población africana negra. Por consecuencia, en aquella época se armaron cacerías que recorrían costas, estepas y selvas africanas para atrapar a cientos de pobladores, que eran separados violentamente de sus grupos tribales y de sus espacios de vivienda, para ser trasladados a diversas partes del mundo –sobre todo a plantaciones americanas–, donde se vendían en subastas públicas. Los africanos eran confundidos con la naturaleza, precisamente porque los europeos nunca los vieron como seres humanos propiamente. Naturaleza y aborígenes africanos tuvieron condición de exterioridad para los europeos y sus descendientes, por lo que fueron entendidos utilitariamente, como “a la mano”, para ser usados y desechados…, lo mismo que se hace con cualquier objeto…, lo mismo que se hace hoy con la naturaleza.

Así como Oriente ha sido el ámbito de la maldad y África el del objeto natural, América ha sido el espacio de la inferioridad. En 1550, Carlos V convocó a la dilucidación de una pregunta que no acababa de resolverse: si eran o no seres humanos los aborígenes americanos. Tal vez algunos se sorprendan ante esta pregunta, sobre todo si se tiene en cuenta que ya en la Grecia antigua se había discutido ampliamente en qué consistía la condición humana; pero la respuesta de aquéllos concernía sólo a los habitantes de los alrededores: los que hablaban griego, los que hablaban latín, los que tenían parte activa en la polis o la civitas, etc. En el siglo XVIII europeo surgió la noción del “buen salvaje”, como respuesta a la pregunta señalada, porque los americanos eran vistos como salvajes; su condición era difícil de aclarar, pese a las disputas y los estudios al respecto. Tzvetan Todorov –en La conquista de América. El problema del otro, editado en 1987 por Siglo XXI– hace un recuento detallado y crítico de las concepciones que tuvieron los europeos sobre los desconcertantes americanos, cuya forma era humana, pero cuyas costumbres, lenguas y mentalidades eran de animales. Y, en seguimiento de las enseñanzas de Aristóteles, para quien la naturaleza creaba caprichosamente seres inferiores –las mujeres en referencia a los varones, los niños en referencia a los adultos, los esclavos en referencia a los libres y los ricos en referencia a los pobres–, era obvio que los aborígenes americanos, los indios, no podían ser seres humanos: eran incapaces de abrazar la religión cristiana, carecían de vergüenza, hablaban jerigonza.

Así se trazó históricamente la idea de superioridad de los europeos –y de sus sucesores– para consumo propio y para que se lo grabaran a fuego asiáticos, africanos y americanos. Así lo han asumido los pueblos, según se lo han dictado los europeos y sus sucesores –los que se creen herederos legítimos y exclusivos de las primeras colonias en la costa atlántica de los Estados Unidos–; y así se pretende que continúe el mundo actual: desconociendo a los pueblos originarios en sus conocimientos, lenguas, historias, prácticas, tradiciones, búsquedas, etc., para que prevalezca la visión de ser humano y de sociedad que tienen los defensores de la blanquitud, esa visión egoísta y excluyente, para la cual sólo vale lo europeo y su sucedáneo.

Los representantes de dicha blanquitud han perseguido, desde hace tiempo, un solo objetivo: la prevalencia del mercado. Han convertido al mundo entero en una única plaza comercial, para lo cual han necesitado despojar de sus identidades y diferencias a los diversos pueblos, y han pugnado por uniformar a toda la humanidad.

El TLC que empezó a funcionar en México, Canadá y los EEUU en 1994, el Pacto por México, las reformas constitucionales (que son, más bien, contrarreformas) en México, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, etc. son esfuerzos de esa blanquitud neoconservadora que pretende someter al mundo entero a un mercado implacable, que destruye al ser humano en aras de la ganancia.

Por eso el 1 de enero de 1994 –hace 20 años– se hizo público en la ciudad de San Cristóbal de las Casas, en Chiapas, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN): contra la entrada en vigencia del TLC. Por eso está hoy más vigente que nunca la “escuelita zapatista”. Por eso es tan imprescindible y ejemplar la Universidad de la Tierra. Por eso los pueblos organizan sus policías comunitarias. Por eso hay más abstención que nunca ante los ejercicios electorales en todas partes del mundo. Por eso la experiencia cubana tiene más vigencia que antaño. Por eso Venezuela y Bolivia son un gran ejemplo por seguir. Por eso Brasil convoca a nuevas propuestas internacionales. Por eso la Argentina, Uruguay y Ecuador son pueblos de vanguardia.

Por eso hoy es necesario trabajar intensamente en favor de Nuestramérica.

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