Opinión

Agonía, ¿qué diremos?

Por Edmundo González Llaca


Hay momentos en que el destino lo único que nos depara es la posibilidad de decir una frase y (concluimos en el artículo de hace 15 días), debemos estar preparados para ese trance retórico. No sólo porque los mexicanos abrimos las columnas doradas de la historia más a las frases que a los hechos heroicos, como porque se supone que cuando el alma flota entre la vida y la muerte se nos revela la suma de nuestro ciclo terrenal y un rayo de sensatez nos fulmina para sintetizar en un juicio nuestra existencia, enseñanzas, o ya de perdida para enviar un último mensaje a la “afición” mexicana.

 

Ahora bien, es necesario estar conscientes que la agonía es depresiva y ya para cerrar los ojos muy tristes digamos: “Todo esto me pasa por irle al Cruz Azul”. También corremos el peligro de caer en radicalismos verbales de solemnidad. Así podemos morirnos diciendo: “La prueba contundente de que la Revolución ha conquistado la implantación de una sociedad igualitaria, es que la muerte, sin distinción, se lleva patrióticamente a todos los mexicanos”. O en sentido contrario, con las prisas de la agonía podemos decir algo demasiado ordinario y cotidiano: “Estos piquetitos que siento por todo el cuerpo, ¿es la muerte?, ¿o alguien ha estado comiendo campechanas en mi cama?”

 

Lo peor, nos puede venir un acceso de infantilismo y morirnos diciendo como decía Cachirulo al terminar los cuentos: “Adiós amiguitos”. O dejarnos llevar por nuestras aficiones deportivas y afirmar: “Si dentro de un minuto me muero, significa que el último minuto de la vida, como el de un partido de futbol, también tiene sesenta segundos”.

 

Deseoso de que todos mis miles de lectores pasen a la historia, y sin que se considere una oferta de Tribuna como parte de “El Buen Fin”, presento algunas alternativas de palabras finales para que cada quien vaya pensando la suya. Thomas Hobbes: “Estoy a punto de emprender mi último viaje; voy a dar el gran salto en la oscuridad”. Rabelais, en un acceso de tos en el que expiró: “Me voy en busca del gran quizás, bajad el telón, se acabó la comedia”. La de Goethe, que no es ninguna petición a la Comisión Federal de Electricidad: “¡Luz! ¡Luz! ¡Más luz aún!” Kant: “Es bueno”. Aunque su opinión no es muy autorizada por lo aburridísimo de su vida.

 

Hegel, al ver a un lado de su lecho de muerte a uno de sus discípulos, lo señaló y dijo: “Éste es el único hombre que me ha entendido”. Esperó un rato y agregó: “Pero no me ha entendido bien”. En realidad ésta es una calumnia de algunos filósofos al complicadísimo Hegel, que no habló sino que escribió sus últimas palabras y éstas fueron: “Silencio desapasionado del conocimiento que sólo piensa”.

 

(Si el más allá va a ser puro estar piense y piense, desde ahorita le digo a la muerte que no cuente conmigo).

 

Antes de continuar con las frases de hombres célebres, cabe recordar al lector, que la última que pronuncie debe ser breve por tres razones. Primero, el último suspiro no da la posibilidad de muchas palabras, podemos en consecuencia ser sorprendidos por la muerte en nuestra amplia parrafada, perdiendo toda oportunidad de celebridad histórica por incoherentes; segundo, los testigos, al observar que nos estamos echando un “rollo” larguísimo, se pueden ir y nos quedamos solos, sin testigos para difundir nuestro mensaje, salvo que quiera mandar un twitter, pero con la temblorina final quién sabe cómo quede el texto; y tercero, que no falte un insolente que nos interrumpa, como le pasó a Luis XVI en el patíbulo que al decir: “¡Franceses! Muero inocente. Perdono a los autores de mi muerte y ruego a Dios que mi sangre no caiga sobre Francia”. Iba agregar algo más, pero el verdugo le interrumpió: “No os he traído aquí para lanzar peroratas, sino para morir”. ¡Y zas! El espíritu de síntesis es recomendado especialmente a algunos comentaristas políticos.

 

Pero rescatemos también el temple femenino ante la muerte. María Antonieta, al subir al cadalso pisó involuntariamente al verdugo y dijo a quien momentos después le cortaría la cabeza: “Pardon, monsieur”. Madame Roland en el patíbulo, mientras la muchedumbre gritaba “libertad”, arrancó un pedazo de papel rojo que adornaba la guillotina, lo mojó con saliva, se pintó los labios y gritó: “¡Libertad! ¡Libertad! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!” Mata-Hari, la célebre espía y bailarina, al atarla al poste frente al pelotón de fusilamiento señaló: “No es el público al que estoy acostumbrada. Pero haré lo posible para que el último espectáculo sea el mejor”.

 

Si a usted le gusta el buen humor, buenos ejemplos son el de César Augusto, que preguntó dirigiéndose a los que lo rodeaban: “¿Os parece que he representado bien mi papel en la comedia de la vida?”. Todos dijeron en voz alta que sí, “Aplaudid pues”. Y murió en medio de una ovación. Nerón, ya moribundo, exclamó modestamente: “¡Qué gran artista pierde el mundo!”. Oscar Wilde agonizaba mientras sus amigos discutían quién pagaría los gastos del entierro, de improviso abrió los ojos y manifestó: “Muero muy por encima de mis medios”. Y Alberto Llanas, un autor festivo catalán, en su lecho de muerte se tomó las manos, se dio un apretón y dijo: “Adiós Llanas”.

 

Tengo especial predicción por Dantón, quien dirigiéndose al verdugo habló desdeñoso: “Enseña después mi cabeza al pueblo, y que así escarmienten en cabeza ajena”. Rousseau, en plena congruencia con su vida llena de amor a la naturaleza: “Abrid la ventana ¡Que pueda, una vez más, ver al Sol!”. Obviamente no se refería al símbolo del PRD.

 

Admiro la profundidad de las palabras de Torcuato Tasso, que aun agonizando reconocía: “Si no fuese por la muerte, no habría en la Tierra un ser más mísero que el hombre”. Por último, las de mi abuelo Constantino Llaca, claras, precisas y valientes: “Dile a los doctores que me dejen en paz. Esto ya se acabó”.

 

¿Qué diremos usted y yo, estimado lector?

 

Espero sus comentarios en www.dialogoqueretano.com.mx donde también encontrarán mejores artículos que éste.

Manlio Fabio Beltrones
En su carta en la que informa que no participará en el proceso de elección del candidato presidencial del PRI, Manlio Fabio Beltrones desenmascara la pila de agua bendita de la demagogia política: “Unidad, ¿para qué?”. Esta pregunta la hemos hecho reiteradamente en El Jicote y, como a Manlio, tampoco hemos tenido respuesta. Su candidatura le dio brillo a una contienda partidista previsible, anticuada y rudimentaria. Su retiro pone en el espejo de la simulación a los priistas. Con esta culpa y con el cadáver de su presidente de partido cargando, el PRI parece jugar a arriesgar su triunfo en las elecciones presidenciales. Les gustan las emociones fuertes.

Francisco Domínguez
Me escribe un lector, entre molesto y provocador: “Usted siempre escribe sobre personajes de la política nacional pero nada dice de los locales. ¿Intereses o mieditis? ¿Qué le parece Francisco Domínguez?” Respondo. Ninguna de las dos cosas. Creo que el presidente municipal es una de las figuras fuertes del panismo en el estado. No dudo que hará un magnífico papel en el Senado. Por el momento ya se prepara, va a los restaurantes y no sale hasta la noche pues, según dicen, junta la comida con la cena. Es un duro entrenamiento que lo dejará en condición inmejorable para las arduas jornadas como senador.

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