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La ultraderecha y la verdadera amenaza a la democracia

La declaración es diáfana. Ante miembros de Vox, el partido ultraderechista de España, la muy probable futura presidenta del Consejo de ministros de Italia, Georgia Meloni, expresó (en bastante buen español): “O se dice sí, o se dice no. Sí a la familia natural, no a los lobby (sic) LGBT; sí a la identidad sexual, no a la ideología de género; sí a la cultura de la vida, no al abismo de la muerte; sí a la universalidad de la cruz, no a la violencia islamista. Sí a fronteras seguras, no a la inmigración masiva; si al trabajo de nuestros ciudadanos, no a las grandes finanzas internacionales; sí a la soberanía de los pueblos, no a los burócratas de Bruselas. Y sí a nuestra civilización y no a quienes quieren destruirlo” (sic).

Tendría que ser más preocupante. No sólo es el primer gobierno de ultraderecha en Italia desde la caída de Mussolini, es una muestra de un discurso, prácticas y políticas públicas que avanzan y cuyo eje central es el antipluralismo.

En la academia hegemónica, la preocupación principal, al parecer, lo siguen constituyendo los contrapesos. Esa obsesión limita muchas cosas y, obviamente, permite la entrada de otras. Tenemos un problema empírico que se sigue de una carencia teórica.

Sobre lo primero, nadie podrá decir que el resultado cuantitativo que llevará a Georgia Meloni al puesto político de mayor peso en Italia, no es producto de la voluntad popular. La muy probable y muy segura coalición de derechas más uno que otro despistado que se dirá de centro, será concordante con las reglas y procedimientos jurídicos.

La carencia teórica es cómo conceptualizan (quienes así lo hacen) la democracia. Seguimos atorados, por desgracia, con “las reglas del juego”. Y aunque la derecha es siempre una posibilidad, aunque no nos guste, no debería haber cabida para la ultraderecha. Salvo que sí la hay, porque aprendieron a “jugar el juego”

La democracia es o debería de ser (y de eso deberíamos ocuparnos en la academia) una relación social. De esta manera, la convertiríamos en un estándar para juzgar (también en sentido estricto; es decir, judicialmente) qué tipo de relaciones sociales se construyen, legitiman, reproducen con un determinado discurso, práctica, política pública, legislación o decisión judicial.

Serán democráticas si como resultado, construimos (y todo lo demás) relaciones sociales plurales, diversas, horizontales (aunque para con el Estado nunca sea totalmente posible) y dialógicas, por lo menos.

Un segundo problema es que esos movimientos han llenado el hueco que han dejado y profundizado las élites: políticas, económicas y académicas. No es casual ni exclusivo de Meloni el llamado contra los organismos financieros; fue la acusación más contundente (y cierta, además) que hizo Trump a Hillary Clinton: es parte de la élite de Wall Street.

Los movimientos de ultraderecha y el renacimiento del fascismo italiano apuntan a un pasado fantasioso, a otro statu quo: no el de los financieros voraces, sino el de los blancos propietarios, el del mundo donde mujeres y hombres (lo que sea que eso signifique) sabían bien quiénes eran y para qué se unían. Nuestras derechas están ya bastante cerca.

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