QUÉ ES “EL FIN DEL MUNDO”
“Ecología” es una palabra griega que, en sus orígenes, hacía referencia a óikos (“casa”, el lugar donde uno vive) y aludía a la “ordenación de la casa” (economía). Por tanto, ecología se refiere inevitablemente al habitat humano, aunque a veces no lo parece.
Son muchos y muy variados los problemas –teóricos o prácticos– de la vida actual de Occidente.
Algunos de los asuntos que hoy más atraen la atención de universidades, centros de producción, investigadores y población son los relativos a la ecología. Para conocerlos con mayor profundidad dedican sus mejores esfuerzos.
Varios ambientalistas sostienen que el más temible depredador del mundo es el ser humano, sobre todo cuando corre tras beneficios económicos, de poder o de prestigio individual, privado. Por eso, están atentos a las reacciones del planeta, echan mano de investigaciones y análisis, invierten tiempo y esfuerzos en observar y contrastar. Saben que, para que sus esfuerzos sean coherentes, tienen que acompañarlos con argumentos racionales, pruebas históricas, prácticas de campo, trabajos de laboratorio y, en fin, experiencia de vida.
Tal vez no sea necesario, pero hay que decirlo: ninguna consideración sobre la Tierra tiene sentido si sólo se habla de ella como cuerpo sideral. Referirse al planeta exige identificarlo, además, como el habitat del ser humano.
“Ecología” es una palabra griega que, en sus orígenes, hacía referencia a óikos (“casa”, el lugar donde uno vive) y aludía a la “ordenación de la casa” (economía). Por tanto, ecología se refiere inevitablemente al habitat humano, aunque a veces no lo parece. El ser humano está en el mundo, pero no de forma ocasional, ya que se trata de su casa. Por tanto –y dando un salto por la tautología– es obvio que, si no existiese el ser humano, no habría quién se interesase por el mundo. Por lo anterior, el punto de partida en toda reflexión o discusión sobre ecología –o sobre cualquier asunto que afecte al ser humano– es inevitablemente el propio ser humano.
Sin embargo, ciertas corrientes de pensamiento (aun cuando se disfracen de ciencia o de filosofía) presentan ideas nocivas, pueriles o abusivas al abordar diversos temas (del universo, del planeta, del campo, de la ciudad, de la botánica o de la zoología, de la psicología, de los afectos, y más) y silencian ese valor que tienen la realidad o las cosas por el servicio que prestan (“valor de uso”); a cambio, sólo atienden ese sinsentido de otras cosas, que atraen como meras mercancías, como lo que usted busca en las “ventas de oferta”, pero que, después de haberlas comprado, se da cuenta de que ni las necesita ni sabe por qué las adquirió (“valor de cambio”); así, queda uno expuesto a la explotación arbitraria y egoísta, sin apreciar lo auténticamente valioso, lo que importa para la vida feliz. Es decir, se ha separado al ser humano de su mundo y así, han sido enajenados el uno del otro.
La vida es lábil, con frecuencia presenta una cara engañosa; sin embargo, es en su cotidianidad donde todo tiene consecuencias –tanto en lo inmediato, como en los asuntos de mediano y largo plazo–. Allí es donde se puede advertir la noción de mundo y de ser humano que subyace efectivamente a las decisiones humanas.
Una cierta noción de mundo está a la base de casi todas las decisiones y da lugar a las relaciones entre los pueblos. Esa noción está con frecuencia en lo inconsciente, pero desde allí incide fuertemente en las preferencias, en las decisiones, en las acciones y en las relaciones de unos con otros. Ése es el ámbito de la solidaridad; pero también el del racismo y el desprecio; desde allí se impulsan los vínculos y los dramas que articulan a la población mundial. Sus consecuencias se hacen visibles en las relaciones políticas, sociales, culturales y económicas de los pueblos, y se hacen patentes entre negros, blancos, amarillos, mestizos, etc., en todos los continentes y grupos humanos.
Esa noción de mundo, base de las relaciones ineludibles entre los pueblos, no tiene que ver directamente con la religión, aunque muchos afirmen lo contrario. Su referencia ineludible es el vínculo sustancial de los seres humanos entre sí y con la vida, con la naturaleza y con el cosmos. Se trata de un vínculo profundo, que hace que uno busque el ser –no la nada–, que induce al alborozo por la naturaleza, por las fuerzas de la vida. Si algo tiene sentido, es la naturaleza, lo vital.
A cambio, ese clamor de vida encuentra horribles contradicciones en el afán que despliegan unos gobiernos por dominar y someter a pueblos enteros (primera y segunda guerras mundiales, por poner un ejemplo), o bien en fomentar armas –de destrucción, ¿para qué otro fin?–, o en idear estrategias para invadir y someter civilizaciones enteras, o en acumular riquezas y loores personales a costa de la humillación de millones de seres humanos, etc.
Promover conquistas, generar y difundir armas de destrucción, invadir y esclavizar pueblos, humillar y asesinar a otros pueden constituir, tal vez, el registro actual de las relaciones entre las naciones. El ahínco por la destrucción y el dominio de los demás nunca había alcanzado tal contundencia ni tales dimensiones como las que ahora se encuentran en casi todo el orbe; tampoco se habían dado ineludibles de egoísmo, torpeza e irracionalidad tan caóticas como las que hoy esgrime el imperio. El poder con que se reviste al dinero es totalitario: todo se puede comprar y vender: todo tiene precio. La perspectiva moderna está estructurada por una relación específica de los seres humanos con su mundo, donde el valor de cambio es determinante. El planeta se ha convertido en un gran mercado; lo que existe en él es únicamente mercancía.
¿Se trata del fin del mundo, anunciado por prédicas milenaristas similares a las de épocas anteriores? Ojalá que se trate sólo de esto. Pero hay signos que inducen a pensar en otra cosa. En su caída estrepitosa, el monstruo imperial puede arrasar con lo existente.
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