Jicotes

El beso. Mi despertar

La escena quedaba entonces focalizada en las caras, sin nada que distrajera la atención. Se disfrutaba el beso en todo su detalle e intensidad.

No sé si todos hayamos estado conscientes del momento en el que comprendimos la importancia de un beso. Quizá mi caso, el de toda una generación, por el Querétaro que vivimos, es imposible no recordar ese instante. Como dice el lugar común de los locutores de futbol: “Usted es el mejor juez”. En un edificio contiguo a la iglesia de La Cruz funcionaba un cine los sábados y los domingos, cuando se asistía a la “doctrina” entregaban un boleto y al presentarse en la taquilla se obtenía un descuento. Normalmente la entrada costaba cincuenta centavos; con el boletito sólo se pagaban diez centavos.

No recuerdo nunca haber sido beneficiado por la ganga. Vale un comercial, toda la anécdota completa aparece en mi libro, “De erotixmo”, publicado por la UAQ. Aunque es una reflexión, dizque filosófica de los temas, es una buena lectura para esta época en la que se inician los fríos.

Yo era el más chico del grupo, formado ya por adolescentes, tendría unos diez años. El cine era patrocinado por los sacerdotes de la iglesia. El “cácaro”, la persona que pasaba la película, cuando aparecía una escena de besos en la boca, ponía de inmediato un cartoncito negro para tapar los rostros. A diferencia de la película italiana Cinema Paradiso, no cortaba el rollo, simplemente lo cubría con un manto negro, lo que provocaba una rechifla generalizada y obligaba al Padre a salir a pedir silencio; si la rechifla no paraba, la última amenaza era interrumpir la función. Aunque no era muy consciente del motivo de tal indignación, yo también protestaba ruidosamente.

Si lo que se pretendía con la censura era evitar que pecáramos, los resultados eran absolutamente inversos. En el momento del beso aparecía el cartoncito negro cubriendo la mitad de la pantalla, sólo veíamos las manos de los participantes que recorrían el cuerpo de cada uno y excitaba más nuestra imaginación sobre lo que estaba ocurriendo en la parte cubierta. En otras ocasiones al “cácaro” se le pasaba instalar el cartoncito y lo ponía en el pecho y los brazos, en la parte de abajo de la imagen. Tal vez se distraía o también era vencido por el embeleso de la tentación.

La escena quedaba entonces focalizada en las caras, sin nada que distrajera la atención. Se disfrutaba el beso en todo su detalle e intensidad. Yo todavía recuerdo que cuando sucedían estas benditas distracciones del “cácaro”, el silencio de los asistentes era aún más profundo, dejaban de sonar los dientes al comer pepitas y podía hasta escucharse el leve ruido de las cáscaras al caer al suelo.

Era el silencio cómplice, el que no desea alertar; el silencio que reclama la eternidad del momento. Recuerdo que en la película de Tarzán, cuando el hombre de la selva besa a Jane, los dos solamente semivestidos, el cartoncito fue colocado abajo, en el cuerpo, y el beso fue un maravilloso close up. La identifico en mi vida como mi primera escena porno. Cuando se recuperó el “cácaro” y puso el cartoncito en el lugar acostumbrado, la rechifla batió marcas de decibeles. Ahora que revivo la escena para escribirla me viene a la memoria lo que decía Julio Cortázar: “Es raro cómo se puede perder la inocencia, sin saber siquiera que se ha entrado a otra vida”. El beso fue mi pasaporte a esa otra vida.

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