Diógenes

Nico regresaba con el pan para el desayuno. Llegó gritando: “¡Mamá!”, “¡Lupe!”. Mi mamá estaba terminando de preparar los frijoles refritos, y yo de tender las camas. Ambas salimos rápido, a ver qué le pasaba a mi hermano. Él dijo, a gritos y con una enorme sonrisa, que un perrito estaba en la calle, en la puerta de la casa. Salimos y, cierto, allí estaba, acurrucado; levantaba la cabeza y nos veía, silencioso. ¡Nos robó el corazón! Después de desayunar, preguntamos a los vecinos si se les había salido de su casa el perrito o si sabían de quién era. Nunca encontramos a sus anteriores dueños ni al resto de su camada. Después de varios días de preguntar, sin respuesta, lo tomamos como nuestro.
Pasados varios días, mientras él estaba dormido bajo el sol, le acondicionamos su casa en un tambo vacío que teníamos. Mi hermano y yo estábamos muy activos preparándole su camita a Diógenes (le pusimos ese nombre, por el griego que vivía en un barril). El animalito se encariñó con nosotros y se quedó para siempre.
Debo decir que mi mamá no tenía remedio pues, al poco tiempo, también adoptó a una gata. Se encariñó con ella, aunque esos animales no son domésticos como los perros: les encanta salir, irse a cazar ratones o lagartijas y ausentarse hasta por varios días. Sin mucha imaginación, mi mamá la llamó “Minina”, aunque después abrevió su nombre con sólo “Nina”. ¿A cuántos animales más habríamos de adoptar?
Nico preparaba los exámenes de segundo de prepa, y yo leía todo lo que nos encargaban en el propedéutico de Desarrollo humano para la sustentabilidad: desde hacía tiempo, quería estudiar esa carrera. Ninguno teníamos, pues, tiempo para nada. Mi mamá menos, pues era afanadora en un consultorio privado, y todo el día estaba allá. Nos dividíamos las tareas de la casa, y cuidamos de que no les faltara agua y comida a los animalitos; los fines de semana, les lavábamos su lugar, para que no se fueran a enfermar.
Un sábado, mi mamá nos anunció, emocionada, que la Nina estaba “cargada”, como decía de las hembras que estaban por parir: ¡ya seríamos más en la casa! Nos pusimos más contentos cuando nacieron seis cachorritos. Al principio no podían caminar: se arrastraban a las tetas de la mamá, para comer. Y sí, se notaban los resultados de la alimentación. Pronto abrieron los ojos y se pusieron de pie. En carreritas cortas, iban tras de lagartijas o brincaban para atrapar hojas que el viento levantaba. Todos los gatitos iban volviéndose fuertes y ágiles…, menos uno, el que nació al último. Siempre lo dejaban hasta atrás sus hermanitos cuando todos iban en fila tras de la mamá. Cuando de mamar se trataba, él llegaba al final y ya no encontraba nada qué chupar; en los juegos en el patio, siempre se quedaba lejos, dormido. Languidecía cada vez más. Todos asumimos que seguiría vivo dos días, máximo, y que enseguida se acabaría.
Para entonces, Diógenes ya había crecido. Era un perro corpulento, aunque todavía joven y, además, muy juguetón: parecía que nunca dejaría de ser cachorro. En cuanto nos oía llegar, corría de un extremo a otro del patio; luego, se lanzaba sobre nosotros, como para que lo atrapáramos en el aire. También retozaba con la gata, antes de que se preñara. Desde que nacieron los gatitos, quiso jugar con ellos, pero le corrían, porque era muy brusco. Sólo el último permanecía a su alcance, pues ni fuerzas tenía para huir. Diógenes lo tomaba con el hocico, lo levantaba y lo revolvía en el aire; luego, lo lanzaba para arriba y, antes de que llegara a la tierra, lo atrapaba otra vez en sus fauces y lo volvía a lanzar por los aires. La primera vez que lo hizo, pensamos que el gatito moriría más pronto de lo esperado, por los maltratos de Diógenes. Los revolcones que le daba el perro lo dejaban atarantado; el gatito se levantaba y buscaba protegerse. Pero el maltrato de Diógenes hizo que despertara en su instinto de sobrevivencia. Al cabo de un mes, el gatito tenía una relación amistosa con el perro; tres meses después, el gato ya andaba trepado en los árboles, cazando lagartijas.
Eso me hizo pensar que, entre los animales, la salud de unos es salud de todos, igual que el malestar de otros es malestar de todos. Cómo estamos ligados los seres vivos, incluidos los humanos, ¿no?