La herencia
Temprano, el sábado llegaron sus parientes. “Otra más de sus reuniones entre hermanos”, pensé.
No está usted para saberlo, pero cada vez que vienen a visitar a Miguel, invito a mi mujer y a mis hijos a pasear por los alrededores, para regresar al otro día. Es que no soy metiche, y no quiero enterarme de la vida de los demás. Como decía Juárez: “el respeto al derecho ajeno es la paz”, “… y la conservación de los dientes”, digo yo.
Como dije, los parientes de Miguel llegaron. Él es el mayor y quedó como albacea; o sea, tiene que vigilar la repartición de herencia de sus papás. Pero cada hermano reclama los bienes, defendiendo sus derechos, en nombre de la justicia.
Alba, la que sigue de Miguel, alega que, al haber sido la primera hija mujer, tiene más necesidades: es la única ‘madre soltera’ de los hermanos, y con su trabajo se ganó sus derechos. “A los demás −dice Alba− les fue mejor: mis papás les dieron una carrera, menos a mí”; dice que la tenían cuidando vacas, borregos y a sus hermanitos. Hoy, ya con hijos y nietos, todavía tiene que andar jodiéndose y velar por los demás; nunca ha tenido tiempo para sí misma.
Josué, el que sigue de Alba, se queja, pero por otras razones. Miguel, como hijo mayor, fue el preferido; él, en cambio, siempre se esforzó para estar a la altura de su hermano mayor, trabajaba en casa y en la escuela todo el tiempo; quería hacer méritos ante sus papás; pero no: “ellos nunca me lo tomaron en cuenta: creo que ni siquiera supieron nada de mí”. Según le contaron, ellos repartieron entre parientes y vecinos tarjetas que anunciaban el nacimiento de Miguelito. Ante cualquier ocurrencia ‘del niño’, se la pasaban sacándole fotos. Muchas veces se preguntó Josué si, tal vez, hubiera sido mejor no haber nacido.
Vicente, Luzma y Tacho fueron trillizos, y llegaron como ‘el pilón’ de los señores. Fue Alba la que se encargó de ellos, pues su padre y su madre se la pasaban trabajando para darles comida, casa y escuela a todos. No se hacían cargo de los menores. Así, Alba tuvo que ir a la escuela a registrarlos con su firma, pues quedó como responsable de ellos al inscribirlos y pedir sus calificaciones. Eso fue lo que dijeron los tres, al exigir su herencia: “nunca pudimos disfrutar a nuestros viejos”. “Al inicio, dijeron, éramos pobres, sí, pero ellos sabían amar a sus hijos. Ya cuando crecimos un poco los triates, mamá era directora de la primaria que estaba por el río. Después, ya pudieron comprarse una casa. Tuvieron más dinero, pero menos tiempo para estar con nosotros”.
Así, el encuentro en la casa de Miguel no fue una reunión cualquiera, pues tenían que acordar cómo se repartirían la jubilación de su mamá, la casa donde habían nacido, el corral donde guardaban vacas y ovejas y la tienda de abarrotes que dejaban como herencia los finados. Es lógico que, además de los hijos, también estuvieran sus parejas y los chamacos. Usted tendría que haber visto ese gentío.
Lo que me espantó −y por eso quise que nos fuéramos ese sábado a algún pueblo cercano y pasáramos allá la noche− es que llegaron con mucha comida y bebida. Pensé que no era conveniente que mis hijos los fueran a ver en ‘mal estado’, si se les pasaban las copas.
Nos quedamos por allá, en un hotelito. Regresamos el domingo, ya por la noche.
Después nos enteramos de que se emborracharon y pelearon en casa de Miguel; hasta salieron a la calle a gritarse. En el pleito, uno de ellos comenzó a disparar y le dio en el pecho a uno de sus niños. Se los llevó la policía y los tienen allá metidos a todos.