Los “blanquitos”

Lety vio llegar a su mamá con una sonrisa de gusto y entusiasmo, extrañamente mezclada con gestos de dolor.
Al regresar de la plática, le preguntó a su hija si se le antojaba un atolito. Como si su hija le hubiera respondido, Vicenta le dijo: “entré a la tienda de don Luis a comprar pan, y traje varias piezas para que cenáramos”. Lety le dijo que desde hace días quería un atole de masa; ahora había algo, que sobró de la que compró para echar las tortillas.
Mientras le ponía una rajita de canela al atole y lo meneaba con la cuchara de madera, Vicenta le comentó que aquí, a la vuelta, ca’Toñita, dieron una plática sobre los ‘blanquitos’. “Al principio”, dijo, “un maestro invitado habló de unas novelas, pero no entendía por qué; conforme iba hablando, me di cuenta de lo que quería dar a entender”.
“¿Qué tienen que ver las novelas con los ‘blanquitos’?”, preguntó Lety, extrañada.
“Es que el maestro no habló de todo tipo de novelas; sólo de cuatro. Me llevé un cuaderno, para tomar notas, y aquí anoté los nombres, para que no se me olvidaran”. Vicenta encontró lo que buscaba: “Una es ‘Silencio’, de Endo, el nombre o apellido del autor, un japonés. Otra fue ‘Robinson Crusoe’, de un tal Daniel (pero no entendí su apellido). La tercera fue ‘La cabaña del tío Tom’, y no supe anotar el nombre de su autora. La cuarta es ‘Don Quijote’, de Miguel de Cervantes”.
“¿Qué dicen esas novelas sobre los ‘blanquitos’?”, preguntó curiosa Lety, mientras arrimaba una silla para remojar un bolillo en su atole. “¿A poco las cuatro se refieren a lo mismo?”.
“No. Precisamente, una de las cosas que dijo el maestro de la conferencia es que las cuatro fueron escritas en épocas diferentes y en lugares muy alejados. Una se ubica en Japón, otra en España, otra más en una isla (cerca de Guinea, en África) y otra más en los Estados Unidos. Pero las cuatro coinciden en que hablan de dos tipos de hombres…”.
“Ya sé”, interrumpió Lety, incómoda por el ritmo de las pláticas de su mamá, “es sobre las diferencias de costumbres y de entender el mundo…”.
“No, no es sólo eso”, ahora fue Vicenta la que interrumpió a la otra. “más bien, según aclaró el maestro, hay un tipo de hombres que se piensan como verdaderos seres humanos, y ven a los demás como mero acompañamiento”, dijo con énfasis. Añadió: “se trata de gente que entiende la vida desde el privilegio, real o supuesto. Lo ve todo desde la economía; dice que sólo podemos tener garantía de ser gratos a Dios si somos ricos, o sea, que sabemos cuidar lo que Él nos dio, pues debemos cuidar la riqueza que nos tocó; ésa es la fe verdadera. Quien no tiene una ética de acuerdo con esa fe no entiende ni vive según lo que nos obliga la civilización moderna, la única válida hoy”. En este punto, Vicenta hizo una pausa pequeña, sólo para tomar aire, y dijo con fuerza renovada: “… o sea que, para que Dios vea que seguimos su mandato, debemos ser ricos. O sea, que los pobres son despreciables, pues sus necesidades muestran que no merecen el apoyo de Dios. En resumidas cuentas, los pobres no son, siquiera, hijos de Dios; dicho en plata, no son seres humanos. Así se entendió en México y en todo el continente desde la conquista”.
Al oír esto, Lety brincó de su asiento: “¿Cómo de que no somos seres humanos? ¿Qué es eso?”.
Sin dejarla terminar la pregunta, Vicenta aclaró que los europeos, particularmente los de Gran Bretaña, los países nórdicos, Francia y, sobre todo, los alemanes, se consideraron herederos de quienes se liberaron -gracias a su inteligencia, manifiesta en el color de su piel- de las limitaciones biológicas, para conquistar su humanidad. Son los verdaderos seres humanos. Por su apariencia, parecida, los demás creen que son seres humanos, pero realmente no lo son. Se puede decir que los del norte sí son seres humanos, porque tienen una de las características básicas: que son blancos; pero no sólo por el color de su piel, sino por haber logrado una sociedad acorde con su proyecto. Los esclavos -es decir, los que no son humanos- están sometidos a las condiciones económicas de sus amos; en realidad, son objetos o cosas -por no ser blancos- en una sociedad que se logró como consecuencias de haber logrado la libertad y la igualdad; sin embargo, esos logros son contradictorios, pues es una sociedad que niega los mismos valores a una parte mayoritaria y básica de su población.
Lety se pregunta, al final, para qué le sirve hoy a la sociedad saber si uno es o no “blanco” si, al final, unos cuantos quieren dominar a los demás, como en tiempos de la colonia. “Las cuatro novelas de que habló el maestro al principio”, continuó Vicenta, “muestran que, siempre, al lado del amo, hay un tipo ‘secundario’, mera sombra; no importa si se llama ‘Kuchihiro’, ‘Viernes’, ‘Tom’ o ‘Sancho Panza’; lo que importa es que le da relieve al personaje principal. Por eso, el maestro nos preguntó, sin esperar respuesta, quién es el real protagonista de las historias que se cuentan: ¿el personaje principal o el ‘secundario’? El maestro dijo que el verdadero personaje es el que aparece en segundo plano. Sin él no hay ‘blanquitos’, sin ese personaje no hay vida real”. Ya para terminar de cenar y levantarse de la mesa, Vicenta dijo: “¡Claro!, lo que se enseña en historia, lo que muestran los monumentos, lo que se considera real es la historia de los blancos. La historia de los personajes secundarios no importa porque ellos son, precisamente, secundarios y, por tanto, desechables”.