Se dice en el barrio

Milagros

Desde hace tiempo, le pidió a su comadre que dejara que Milagros se fuera con ella. Cuando murió su marido, le transfirieron la pensión de él. ¡Qué bueno! Ya podía estar tranquila, sin tener que seguir de sirvienta en casas ajenas: cada vez se siente más vieja y cansada; admira a aquellas que, aun con cincuenta años de servicio, siguen con los hijos o hasta los nietos de los primeros patrones.

Desde la muerte de su esposo, lo que de verdad le había estado pesando era vivir sola: para el velorio de él, por ejemplo, los hijos pudieron venir; pero se regresaron pronto: en la fábrica, en la frontera, nunca les dan tantos días libres; además, el viaje hasta acá les sale muy caro. Desde entonces, los sonidos en su casa fueron sólo los que ella misma hacía.

Por esa razón, Felisa invitó a su ahijada. Hasta se comprometió a enviarla todos los días a la secundaria y, después, a que hiciera una carrera; le prometió lo que fuera, con tal de que se viniera a vivir con ella y la acompañara. Además, le ofreció a Milagros su apoyo, porque bien sabía que los chamacos de hoy la tienen difícil: con frecuencia, los padres están desempleados o muy mal pagados; la casa de muchos de ellos está ya en ruinas, y ¿con qué ojos la van a reparar?; el transporte público está cada vez peor: les cambiaron la ruta o ya no hay servicio; las calles se vuelven llenas de basura y peligrosas, porque las autoridades se han desentendido de ellas. Por eso, cuando se dice que los jóvenes son el futuro del país, muchos se preguntan por cuál futuro apostamos, si ni siquiera atendemos a nuestros muchachos.

Pasaron los días desde que su ahijada llegó a vivir a su casa. Desde entonces, Felisa jura que en su vida se produjo un milagro. Aunque esa muchacha siempre deja todo tirado, es muy descuidada y no se acomide fácil ni a preparar la comida, la vivienda retomó una luz que desde hacía años no se veía; algo cambió tanto que, en su rededor, parecía que todo estrenara el primer día de la creación.

A Felisa hoy le sucede que, con frecuencia, se detiene a mitad de la canción que tararea mientras barre o trapea la vivienda, y hace un recuento de lo que ha cambiado. Antes de que Milagros viniera a vivir con ella, trabajaba en la casa de unos señores que la trataban muy bien; de ellos, con frecuencia, decía: “no me puedo quejar; me tratan muy bien, con todas las consideraciones que usted se pueda imaginar. Cuando voy de compras al mercado, para la comida de mis patrones, me detengo en un puesto y me pongo a platicar con los marchantes o con las señoras que, igual que yo, van de compras para sus patrones”.

Entonces, Felisa presumía de que las demás criadas la envidiaban, “porque me pagaban mejor −explicaba−, me daban más días libres, podía yo quedarme en su casa si así lo necesitaba, me ayudaban para criar a mis hijos. No me podía quejar: me iba bien con mis patrones. Pero algo no me dejaba tranquila. Mis hijos no querían estudiar, y se la pasaban en la calle. Ya lo saben ustedes: con el mayor me fue peor: se escapó de la casa, cuando todavía era un mocoso de 15 años, y no lo pude encontrar, aunque nunca dejé de buscarlo. Me imaginaba lo peor: que, tal vez, lo hubieran matado; o que estuviera escondido con esos vagos con los que siempre se juntaba; o que llevara una vida de prángana, en la peor miseria. Después me enteré de que se había ido a Matamoros, a Reynosa o por ahí. Mi otro hijo me dijo que se iba a buscarlo y que, cuando lo encontrara, me lo iba a traer. Pero no. Él también se quedó por allá. Afortunadamente, cuando murió su papá, mi marido, vinieron ellos al entierro, aunque se fueron lueguito. Pero quedé más tranquila sabiendo, al menos, que tenían trabajo y cada uno ya hizo allá su vida. ¡Qué Dios me los bendiga y les vaya bien!”. Con estos pensamientos se la pasaba la señora; nunca había recuperado la tranquilidad.

Pero ahora, que vive con ella Milagros, esta niña le ha hecho honor a su nombre, y le ha dado a Felisa suficientes motivos para que ella viva contenta los últimos años de vida.

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