No hay para dónde

Como todos los días, me levanté tempranito. Lo que estaba soñando una hora antes me inquietaba: las imágenes se me agolpaban, confusas. Me veía caminando entre las vías del tren, portando a las espaldas a mi chamaco, al que sujetaba con un rebozo que me terciaba y amarraba al pecho. Instantes después, ya no era un niño, sino un fusil el que me colgaba atrás, mientras la pisada recia de mis botas resonaba con rabia en callejones indecibles del barrio. Enseguida, ya no era el fusil, sino una guitarra que cargaba atrás, igualmente, como rifle, y me acomodaba en un rincón del mercado para trovar la música que le gusta a ese auditorio. Me desperté con temores y esperanzas.
En reuniones, varios me han preguntado por qué sigo aquí, y no le hago caso al consejo (“de mala leche”) del presidente municipal aquella vez en que le hicimos una manifestación allá, en el Centro Cívico: “deje de padecer y, mejor, váyase a un lugar con comodidades”, me dijo cuando le reclamábamos que, a pesar de que vivimos en la capital del estado, llevábamos semanas sin agua en casa y, a cambio, las calles principales estaban llenas de zanjas; al pasar por los charcos, los coches o los camiones repartidores nos empapaban. Todos se dieron cuenta de lo que me sugirió.
En esa ocasión, también nos quejamos porque no tenemos transporte público suficiente ni con rutas y horarios adecuados; que necesitamos caminar muchísimo para tomar el camión que nos acerque al trabajo, a la fábrica o a la escuela, rogando a Dios que pase la ruta y se detenga a subirnos; después, al terminar la jornada laboral o la escuela (como mi hija, que va a la prepa en el turno vespertino), le agarra la noche y no pasa el camión o no la recoge. Muchas veces, terminamos haciendo todo el recorrido a pie. El presidente municipal de la capital, a pesar de haber sido electo para que resuelva todos los requerimientos públicos, sólo se sonrió y, otra vez, delante de todos, me dijo: “olvide sus problemas, ¿por qué no se compra un carrito?”.
A la mañana siguiente, desperté bañada en lágrimas. Había soñado que corría, alegre, en un montecito colorido, con plantas y flores, entre patos, borregos y burros que entonaban coros campiranos; enseguida, mi sueño se hundió en el pavor, pues se fue por callejones tenebrosos, inhóspitos, con basura maloliente y acumulada durante años, que testificaban desastres; en instantes de terror, me vi en la guerra, entre cardos, terrones resecos y sólo con maleza para ocultarme, mientras que, a la distancia, alguien me gritaba que me agachara y protegiera de las balas, moviéndome a rastras. Desperté agitada.
Por la tarde, nos reunimos en la casa de doña Gabriela. Los chicos jugaban con gran alboroto, se trepaban a los árboles y corrían con los perros. En la radio se escuchaba una canción. En el patio, en sillas acomodadas en círculo, cinco mujeres y tres señores platicábamos mientras les entrábamos a los tacos en salsa roja, los tamales y el atole de masa. Decíamos que tanto al estado como al presidente municipal −¡de la cabecera de Querétaro!− sólo les preocupa atender a las exigencias de dueños y directores de las empresas extranjeras, y las obras en que ahora se invierte el presupuesto público son para responder a sus intereses; mientras, nosotros “nos quedamos como el chinito”: no hay para cuándo nos resolverán nuestras demandas ni tendremos un mejor tipo de vida, pues no les importa si a nuestros hijos sólo les toca una existencia miserable; dijimos que necesitamos unirnos y hacer fuerza con otros barrios de la ciudad y del estado, que andan en las mismas luchas, para que nos haga caso este gobierno.
Durante la plática con mis vecinos, me pareció que despertaba de otro de mis sueños de futuro, pues alcancé a oír algo de la canción que estaba sonando: “… Hagamos un trato, nada definitivo. Yo quisiera contar con usted; es tan lindo saber que usted existe; uno se siente vivo. Quiero decir contar hasta dos, hasta cinco, no ya para que acuda presurosa en mi auxilio, sino para saber −y así quedar tranquilo− que usted sabe que puede contar conmigo”. Al terminar la música, el locutor dijo que la canción se llama “Hagamos un trato”, y la letra es de Mario Benedetti.