Ciberactivos

Las marchas como ejercicio ciudadano

Las recientes marchas del 26 de febrero dejan varias lecciones. La primera es que marchar es un derecho ciudadano válido, legítimo independientemente de la causa, mientras ésta no incite a la violencia o la agresión. La marcha como expresión ciudadana está disponible para todos los sectores sociales, para los populares, las clases medias y los más favorecidos. Todos tienen una voz, un discurso y el derecho a la participación.

La segunda lección es que el espacio público es de todos. De los de izquierda, de los de centro, de los de derecha, de las minorías, de los oficialistas, de los alternativos, de los jóvenes y de los viejos. Las plazas, las grandes avenidas, más allá de su uso práctico son escenarios para la expresión política, la denuncia social e incluso la celebración. La era digital no ha desprovisto al espacio físico de su contenido simbólico y carga emocional, por el contrario, lo ha potenciado. Lo digital no sustituye la fuerza de la multitud, la performatividad de la plaza, la estética del grito, ni la sonoridad de la consigna.

La tercera lección nos recuerda que los movimientos sociales, las manifestaciones o las protestas hoy en día son de naturaleza híbrida, comienzan eventualmente en las redes, se viralizan, saltan a los medios convencionales, de ahí al espacio público, para volver a las redes, e ir nuevamente a los medios. Una vez en ellos, se convierten en un registro visual, emocional o noticioso. Así, el online y offline se tocan a través de múltiples puntos de confluencia, estableciendo una sociedad entre lo digital y lo analógico enormemente productiva.

La cuarta lección nos lleva a reconocer que las marchas son encuentros para la protesta política, sí, pero también para el reconocimiento del otro, para la identidad de grupo, para la épica y para la sensación de estar haciendo historia. Son una expresión potente de la participación ciudadana cuando es movida por la convicción. Cuando las marchas se logran a través del dinero, la coerción o falaces narrativas, estas pierden legitimidad, espontaneidad y sentido.

Descalificar a los que marchan es desconocer la importancia de la ciudadanía participativa en la construcción y mantenimiento de un proyecto democrático. Etiquetarlos implica socavar sus derechos a la libre expresión, la reputación y la convivencia pacífica. El que se opone a que otros marchen —pretendiendo el monopolio del espacio público y convirtiéndose en juez de lo que es legítimo o ilegítimo— intenta inhibir la expresión ciudadana y la participación que no replique la narrativa oficialista.

Las marchas nos dan grandes aprendizajes, constituyen la puesta en escena de los temores e ideales de los ciudadanos, alfabetizan a las generaciones jóvenes en el uso del espacio público y muestran a los ciudadanos la utilidad de la acción colectiva independientemente de la causa, los marchistas o la orientación política. Las marchas son un derecho ciudadano que se debe garantizar, evitando en torno a ellas la polarización tan propia de los populismos actuales.

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