Se dice en el barrio

No hay zopilotes

Desde que se fue a la Sierra Gorda, ya no veíamos a Manuel. Fue cuando terminó la carrera de veterinaria, y en el barrio nos sentíamos orgullosos de él, como si fuera hijo de cada uno de los vecinos. Hasta le hicimos fiesta comunitaria de despedida.

Muchos nos dicen indios. Aunque sabemos que lo hacen para ofendernos, no nos molestamos. Al revés: es motivo de orgullo para nosotros; más ahora, con Manuel, ejemplo de que nuestros muchachos pueden estudia en nuestra universidad. Hay gente de Querétaro que ni quiere venir al barrio, porque le damos miedo, y dice que no nos interesa mejorar. El barrio tiene fama de mala muerte, donde se roba o mata al que se atreve a entrar.

El caso es que la semana pasada Manuel llegó a la casa. Tocó, abrí y lo reconocí de inmediato. Lo abracé y lo agarré a besos, como antes. Era mi hijo, aunque no lo di a luz. Le grité a Checo, que estaba leyendo, para que viniera. Al verlo, también él lo abrazó y besó. Sergio, en la noche, me confesó que también a él le había emocionado ver a Manuel, nuestro hijo adoptivo.

Aunque todavía es joven, este muchacho ya está calvo y tiene las manos agrietadas, porque en la sierra se la pasa curando pollos, guajolotes, burros, perros y vacas o borregos; a veces hasta le piden que atienda a la gente, pero él no se quiere meter en eso. Dice que no se da abasto, porque, además, le piden que dé pláticas a los rancheros, para que sepan cómo cuidar a sus animales, qué darles de comer, vigilar que estén sanos, atenderlos; en fin, no hay que verlos como carne para comer, sino como seres vivos, que saben agradecer que sus amos los cuiden. Disfruta mucho la vida por allá, pero ya necesitaba un descansito.

Le preparamos su cama, le pusimos sábanas limpias, una toalla y le mostramos dónde podía guardar sus cosas. Pero mi Checo y yo estábamos muy emocionados y no dejamos que se fuera a dormir inmediatamente. Hicimos tacos con chicharrón y un buen café negro, y nos sentamos a cenar los tres, aunque Manuel casi no probaba nada, porque no dejaba de hablar de la gente de por allá, de sus amigos. Nos tenía emocionados.

Hablaba mucho de Don David, un viejo de aquella zona que lo tiene asombrado con sus habilidades y conocimientos, aunque ni siquiera sabe escribir bien. Según Manuel, ese hombre habría sido un gran científico si hubiera asistido a la escuela: conoce bien la vida en el campo; sabe mucho de plantas y de animales, pues se la pasa buscando libros y los devora; hasta de astronomía, química e historia sabe muchísimo.

Pero, últimamente anda cabizbajo. Manuel pensó que estaba enfermo, pero Don David sólo lo tomó del brazo y le dijo que no sabe a dónde vamos a parar con lo que le estamos haciendo a la tierra. Se lo llevó a un montecito, para ver el valle; allá arriba le soltó una pregunta: “Doctor, ¿qué opina de lo que está viendo?”. Desconcertado, Manuel le dijo que le parecía muy bonito, todo verde, lleno de vegetación. Don David le volvió a preguntar: “¿no nota nada extraño?”. Sorprendido, Manuel negó con la cabeza. Entonces, Don David le dijo: “Fíjese bien, doctor. Aquí no hay siquiera zopilotes. Son aves que ayudan mucho al campo, porque son carroñeros: se comen a los animales muertos y van dejando limpio el monte; impiden pudrición y contaminación. Si aquí no hay zopilotes, pasa algo raro: ¿qué estamos comiendo? ¿Por qué se han ido los zopilotes?”.

“La pregunta de Don David me dio escalofrío. No dejo de pensar en ella”, dice Manuel.

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