Se dice en el barrio

Refrigerador para mis refrescos

Mi mamá cuenta que fue la mayor de los hermanos. Dice que, cuando vivían en el rancho, sin energía eléctrica, sin caminos y sin agua, tenía que salir todavía a oscuras con dos de sus hermanitos. Cada quien llevaba un madero, con gancho en cada punta, para colgar allí sus cubetas. Había que caminar mucho para llegar al ojo de agua, llenar las cubetas y, otra vez, por el terreno abrupto, regresar al jacal lo antes posible. Ponían unas hojas a hervir, para tomarlas con huevitos que les daban las cóconas o las gallinas. Después de desayunar, mi abuelo salía decidido para trabajar con brío en la labor, antes de que saliera el sol. Después, ya nadie soportaba el calor.

Durante el día, mi mamá hacía las faenas de la casa y preparaba la comida. Siempre, mientras los frijoles se cocían, nos enseñaba las letras y los números; decía que no quería vernos con orejas de burro: al menos teníamos que saber leer y hacer cuentas.

Así estuvimos muchos años, en el mismo trajín diario. No había domingo para nosotros, porque ni siquiera podíamos ir a misa; nos quedaba muy lejos la iglesia. Pero nos entusiasmaba que, a veces, íbamos al ojo de agua, nomás de paseo. Nos metíamos a nadar y, en algunas pozas, hasta sacábamos pescados que nos comíamos allí mismo, asados en una fogata, a la sombra de los encinos.

Dejó de llover varias temporadas, y no sacábamos ni siquiera para comer. El ojo de agua bajó de nivel y ya casi era, más bien, una olla de lodo. Desde luego, ya no podíamos atrapar los peces que antes sacábamos. Fue cuando nos mudamos para Querétaro, al barrio. Llegamos sin saber ni qué hacer, pues sólo conocíamos a unos compadres de mis papás, y las costumbres de la ciudad eran muy diferentes a lo que conocíamos y estábamos acostumbrados. Los compadres me llevaron a una casa, donde me tomaron para hacer la limpieza y, lo mejor, me obligaron a ir a la escuela. Así fue como aproveché lo que mi mamá nos había enseñado. Fui alumna distinguida. Por eso, después me saqué una beca y hasta pude estudiar para secretaria.

Fue cuando a mi papá le dejaron construir en un terrenito prestado, cerca de las vías del ferrocarril, y le permitieron levantar tres cuartos, para su familia. Allí vivíamos un poco como en el rancho: sin luz y sin agua, aunque con letrina y un escusado de madera.

Ya vivíamos en la ciudad, pero estábamos como antes, allá en el rancho, con muchas limitaciones. Debajo de un viejo mezquite, en el patio del terreno, encima de unos ladrillos superpuestos, teníamos una lámina, que usábamos de comal. Con leños, siempre teníamos estufa para cocinar y una mesita para sentarnos a comer. En tiempo de lluvias, todo se nos dificultaba un poco, pero con un nailon hacíamos un techito para protegernos.

Un viernes, mis abuelos llegaron del rancho, para visitarnos durante el fin de semana. Nos dijeron que hacía tanto que vivían en el campo que no conocían ya las formas de vida en la ciudad. Les dejamos nuestro cuarto y nos hicimos bolas en el que tenían mis papás para los cachivaches; al fin que era sólo por tres días.

Cuando mis hermanos y yo regresamos del grupo en que estábamos en la Casa de la Vinculación, mi abuelo nos recibió muy serio y nos llevó a su cuarto. Nos mostró orgulloso la compra que acababa de hacer, para llevársela al rancho, y que no quería ni que la tocáramos. Era un refrigerador que no necesitaba corriente eléctrica; sólo había que llenarlo de hielos y meterle lo que uno quería refrigerar. Al abuelo le interesaban unos refrescos, por lo que metió una caja. Nos permitió que abriéramos la tapa, pero nos exigió que, inmediatamente después, la cerráramos “para que no se escapara el frío”. A la vez, nos prohibió terminantemente que tomáramos de los refrescos que había guardado allí. Los quería resguardar hasta que ellos regresaran al rancho y mostrarlos a todos, para que se dieran cuenta de que su familia había progresado.

No sé qué vida tuvo mi abuelo cuando niño, porque, ya viejo, tuvo ideas muy fijas, y nadie lo podía cambiar ni entender.

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