Se dice en el barrio

Sin eso nada vale

Caminaban con paso resuelto. Los perros les ladraban mientras la gente levantaba cartulinas con letreros que ni siquiera se podían leer porque los hicieron a mano, como si fuera tarea escolar. Los del ejido vinieron porque no sé quién (no entendí su nombre) cercó y se apropió de más de 638 hectáreas, donde hay un pozo y corre un arroyo del que se surten desde hace años los vecinos. Ellos, con ropa sudada por el trabajo en el campo, gritaban: “Cárdenas nos entregó estas tierras para darle de comer al pueblo y mantener a nuestras familias”. Le reclamaban al gobierno del estado, porque se apropió de su tierra, desde hace 50 años. Al principio, hicieron un plantón a la entrada del predio, para exigir su devolución, pero los recibieron policías y soldados, que los expulsaron con saña.

Me acerqué a una pareja que venía en la marcha; les pregunté qué pedían. Hacía mucho venían caminando, bajo el rayo del sol. Infinidad de arrugas en cara y manos mostraban que cargaban más de medio siglo a sus espaldas. Él se quitó el sombrero en señal de saludo, y mostró una calva mojada y llena de pecas; ella se cubría cabeza y hombros con su rebozo.

Me acerqué a hablar con ellos, pero nunca bajaron el ritmo de su andar. Se habían hecho fuertes por tantas jornadas de trabajo. Dejaron de gritar con la marcha cuando les pregunté a qué venían. Contestaron, con lamento, que protestan desde hace años, ya que las autoridades son insensibles. La han hecho de todo: bloqueos de carretera y huelgas de hambre; lo único que han conseguido es la fuerza pública, para dispersarlos.

Al ver que yo hablaba con los ancianos, algunos se acercaron para protegerlos. Los viejos me defendieron, y los demás se mantuvieron cerca, por si algo se ofrecía.

Un hombre, ya encorvado, hizo memoria y contó que han querido quitarles la tierra desde 1973. El gobernador de entonces comenzó a poner allí una casa-club, con mucho lujo, para el gobierno y sus amigos. Después, otro gobernador llegó con inmobiliarias y, mediante despojo, construyó una zona de lujo, con todo y pozos para garantiza agua potable; el chistecito salió en casi quince mil millones de pesos (o así lo declaró en su informe de gobierno); hoy está semiabandonado. Más tarde, otro gobernador construyó, en el cerro, su propia mansión.

Durante la caminata, los viejos me hablaban de su amor a la tierra y de su convicción de pelear por ella. Yo me sentía egoísta e inútil. Adela, la anciana, caminaba muy rápido; detrás de ella, yo quería seguirle el paso. Habló de las plantas, de cielos azules, de vientos que acarician el rostro, de los frutos y su sabor; contó de sus muertos, que se mueven cerquita de sus casas, de las enseñanzas que les dejaron. Contó que hoy, otra vez, un hombre rico quiere apoderarse de esta tierra; la cercó, aunque no ha demostrado su propiedad.

Mientras caminábamos, Adela se hacía sombra con la mano. Entonces dijo: “todo se lo debemos al agua y a la tierra. Nosotros todavía no habíamos nacido cuando el Tata les dio a nuestros papás estas tierras y les pidió que no olvidaran que estamos hechos de agua y barro: de allí nacemos, de allí comemos, y será nuestro último lecho. Nada tiene sentido si dejamos que, nuevamente, otros vengan y se la lleven”. Con sonrisa socarrona añadió: “al menos así me lo contó mi apá”.

“Sin la vida”, concluyó Adela, “nada importa. Nacemos como los cóconos, como las chivas, como los pajaritos: para ser felices y garantizarle a la tierra que la vamos a cuidar, por los muchachitos que vienen en camino. Sin eso no tiene sentido la vida”. Cuando Adela dijo eso, la vi y encontré a una mujer dispuesta a todo en favor de la vida y contra los vampiros de nuestras tierras.

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