¿Control social?
Por: David Eduardo Martínez Pérez
Hay quienes dicen que el rock es una forma de control social. No niego que pueda ser cierto. Después de todo hemos llegado a un punto dónde hasta la revolución se vende a tres centavos en el mejor de los tianguis “underground” y se vende con marca registrada y todo. Los canadienses Joseph Heath y Andrew Potter lo consignaron en un ensayo bajo el slogan “rebelarse vende”, una respuesta al libro “No Logo” de la controvertida socióloga Naomi Klein. La idea no es nueva y se ha abordado desde posturas muy distintas entre sí. Los situacionistas franceses ya hablaban de la recuperación como el mecanismo mediante el cual, las estructuras de poder se adueñan de símbolos contestatarios y los transforman en mercancía lista para el consumo.
Lo que me parece excesivo entre quienes hablan de complejos mecanismos de manipulación social detrás de acontecimientos como la inauguración del llamado “Bandódromo” de Carrillo Puerto, es lo que considero una marcada carga de paranoia dentro de su discurso.
En la edición pasada de este semanario, el compañero Jorge Coronel presentó un texto donde se cuestiona el papel de rock dentro de la transformación política y social en México y América Latina. Hasta aquí no veo ningún problema, el rock puede ser cuestionado como cualquier otro género musical sin que esto suponga una debacle de ningún tipo. La cosa se complica un poco cuando analizamos el texto del compañero Coronel y nos topamos en él con dos prejuicios que me parece, obstaculizan todo diálogo y toda posibilidad de análisis.
En primer lugar, se omite que fue la cultura del rock, muy burguesa y clase mediera pero no por ello menos meritoria, la que sintetizó desde los años sesenta la oposición de un grupo social a los principios y valores propios de quienes detentaban el poder político y religioso en ese entonces. Se omite que, pese a sus letras en inglés y su aparente “entrega al sistema” surgieron grupos como “La revolución de Emiliano Zapata” que buscaban hacer una música diferente a la que se conocía en el territorio nacional, reivindicando la insurgencia urbana.
Juan Villoro, destacado literato y cronista, se ha valido de éste género para representar los cambios que experimentó el país desde los sesentas hasta las sucesivas crisis que truncaron las expectativas de jóvenes mexicanos en los albores del régimen neoliberal. Bajo la sombra del rock se formaron movimientos como el infrarrealismo de Roberto Bolaño o el movimiento Punk, que tradujo las expresiones anarquistas a un lenguaje accesible y atractivo para los jóvenes del siglo XX. Entonces resulta irresponsable negar que el rock como género tenga valor social en la transformación de las estructuras en éste país.
El segundo prejuicio es el que me parece más grave y tiene que ver con la aplicación de un juicio moral frente a lo que el autor considera representativo de la cultura rock. Un juicio moral que además viene acompañado por una cita de un personaje que no deja de causar polémica dentro del mundo periodístico. Se trata de Daniel Estulín, un teórico de la conspiración que ha publicado diversos títulos sobre sociedades secretas que supuestamente nos gobiernan desde las sombras.
El principal problema de la cita de Estulín, por lo menos como la maneja el compañero Jorge Coronel, está en que da por válida una cosmovisión idealista dónde el mundo puede dividirse sin mayor inconveniente entre “lo que está de lado del bien” y “lo que está del lado del mal”. Estas dicotomías moralistas y enfocadas en sugerir que hay formas “válidas” y “no válidas” de vivir, son el principal motor de todos y cada uno de los fascismos que han aparecido a lo largo de la historia reciente.
Desde perspectivas como la que plantea Coronel, diversos grupos supuestamente rebeldes ceden a la lógica del fascismo y aplican categorías idealistas al momento de emitir un juicio sin prestar la menor atención a la realidad.
Si Roberto Loyola o José Calzada tienen segundas intenciones detrás de la inauguración del “bandódromo”, es algo que sólo podremos averiguar mediante un serio trabajo periodístico que indague en los motivos que tienen estos funcionarios para “salir en busca de los Beatles queretanos”. Lo que no podemos hacer es especular y suponer nada más allá de la evidencia. En una de sus conferencias, el filósofo anarquista francés Michael Onfray nos advertía contra la manía presente en ciertos círculos rebeldes de satanizar toda acción de las instituciones del Estado independientemente de las circunstancias.
Como lo dije al principio del artículo, no niego que el rock pueda usarse para manipular. Lo que me preocupa es que se apliquen generalizaciones de esta forma y más aún que se haga desde la validación de teorías conspirativas propias de quienes, con el pretexto de rescatar identidades o salvar a la juventud del consumismo, terminan arando el camino hacia los campos de concentración.
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