Opinión

El diálogo y las confesiones del presidente

Por Efraín Mendoza Zaragoza

 

En lo personal, de Felipe Calderón nada espero; quizá, sólo una cosa podrá esperarse de su gobierno: que siga en ascenso la cuenta de sus muertos. Su guerra, que él mismo fue degradando en batalla, luego en lucha, hasta quedar en operativo de seguridad, fue un medio de legitimación política tras las dudas de su elección. De eso que tuvo un torvo nacimiento, pues nunca fueron atacadas las bases financieras del narcotráfico, no queda esperar sino luto y más luto en este país enlutado.

 

 

Felipe Calderón y Javier Sicilia encarnan hoy dos visiones antagónicas respecto de la acción del Estado frente al agudo problema de la inseguridad en el país. Cada quien habla desde esquina diferente: Calderón es comandante en jefe de las fuerzas armadas y no ha perdido a ninguno de sus hijos en el fragor de la violencia, y Sicilia no tiene mando alguno en fuerzas armadas, es un pensador, y es un padre enlutado, con un hijo de 24 años caído en la guerra ordenada unilateralmente por el primero.

 

 

¿Qué en nada cambió el país con el diálogo del Castillo de Chapultepec? ¿Que ese encuentro fue un fracaso?

 

 

Difiero. Es cierto que la sentada del Castillo de Chapultepec, el 23 de junio, no detuvo las ejecuciones ni movió en un centímetro la “estrategia” oficial; es cierto que la maquinaria propagandística aprovechó bien la ocasión y la imagen que se mostró a los millones de televidentes dejó ver a un presidente airoso, dueño del escenario, manotazos incluidos. Es cierto que los asistentes, provenientes de Juárez, de Cherán, de Cuernavaca, de todos los puntos del país, regresaron a sus pueblos con el mismo luto con el que ascendieron al alcázar.

 

 

Sin embargo, es preciso anotar algunos matices relevantes.

 

 

Primero: el otrora todopoderoso presidente de la República, que sólo reconocía la interlocución de los otros poderes, institucionales o de facto, ha tenido que reconocer una nueva interlocución ciudadana; segundo, el Estado autista y onanista se ha visto obligado a exponer sus razones, a explicarlas, a argumentarlas; tercero, que hayan sido personas representativas de esa cosa amorfa llamada “sociedad civil”, quienes lo hayan obligado a sentarse en una mesa horizontal sin presídium, no es cosa de mero formato. Y cuarto, que hayan estado ahí precisamente las víctimas de la guerra hoy, y no 30 años después, tampoco es poca cosa.

 

 

Se ha sentado un precedente. El presidente ya no podrá en adelante arremeter impunemente de modo unilateral y sin freno. Por supuesto, anímica y racionalmente me coloco del lado de los reclamos y del diagnóstico de Sicilia, pero es bueno para la democracia que al frente del Estado se encuentre un presidente con capacidad deliberativa, y es bueno que un pensador haya orientado las cosas hasta el punto de debatir cara a cara, de tú a tú, con el presidente.

 

 

Por lo demás, me parece que en ese diálogo Calderón confesó demasiadas culpas. Y a confesión de parte relevo de pruebas. En su momento tendrá que responder ante la historia y, espero, ante los tribunales. El hombre temperamental que ejerce la presidencia mostró a un Estado vencido, que se defiende a culatazos, un Estado reducido a escombros que intenta someter a pedradas al otro Estado, el Estado sobrepuesto, el Narcoestado, que también cobra impuestos e impone orden en relevantes porciones del territorio nacional, y donde a veces no se distinguen las fronteras entre uno y otro.

 

 

Atendamos a sus propias palabras.

 

 

Confesiones peligrosas

 

El jefe de Estado confesó que “en Acapulco… en Cuernavaca… en Veracruz… en Chiapas… al controlar el territorio, (ese otro Estado) se adueña de esa comunidad, desplaza a la autoridad, la corrompe… porque la autoridad ya no existe o está a su servicio, y es ahí donde (radica) la responsabilidad del Estado que abdica de su deber esencial, precisamente de defender a los ciudadanos. Ellos quieren ser ahora la autoridad, por eso sustituyen a las leyes de los congresos por sus propias leyes; por eso sustituyen a la fuerza pública por sus propias fuerzas y por eso sustituyen la recaudación de impuestos por sus propias cuotas”.

 

 

Hay aquí una aseveración delicadísima. Claro, el presidente la utiliza para decir que frente a esa situación no le quedó otra que agarrar a sombrerazos al avispero y suplica que se acepte su retórica: los soldados están en la calle porque en la calle hay violencia y no es que haya violencia porque los soldados están en la calle. Ah, y pide a sus detractores que si no les gusta cómo enfrenta el avispero que le digan cómo hacerlo. ¡Por Dios, qué abuso de retórica!, como si sus detractores tuvieran presupuesto y tanques o mandaran en el Cisen o en la Defensa o en Gobernación o en la Procuraduría.

 

 

En una trampa mediática, el presidente intentó mostrarse personalmente como una víctima más de la violencia al sostener que Gerardo Servín, “hermano de mi mejor amigo”, se encuentra desaparecido y “las autoridades competentes ni siquiera se atrevieron a investigar su caso”. Como si se nos olvidara que quien afirma eso es el mismísimo Jefe de Estado, de ahí que sea pertinente preguntarle si inició ya el Estado la persecución jurídica en contra de esas autoridades competentes responsables de omisión. De igual manera, el jefe de Estado se dolió de la muerte de Maribel, “mi amiga”, funcionaria del ayuntamiento de Uruapan, desaparecida hace dos años, “probablemente por complicidad de sus propios compañeros”. ¿Y el Estado del cual el declarante es jefe, nomás se quedó mirando? ¿No está confesando el presidente un delito al ser omiso en su obligación de procurar justicia?

 

 

Abiertamente el presidente reconoció que en el caso del crimen de Francisco Sicilia “fuimos omisos”, y añadió: “el Estado por supuesto que tiene responsabilidad, en particular por la complicidad, por la corrupción rampante que se sigue presentando en muchos niveles de gobierno”. ¿Así, nomás con ese acto de contrición queda enfrentada su responsabilidad? Respecto del asesinato de los jóvenes de Villas de Salvárcar, reconoció que en el trasfondo están autoridades “desmanteladas” y policías “corrompidas”. Y cuando se refirió a los migrantes de Tamaulipas, confesó que “efectivamente fueron levantados por policías… y luego cruelmente asesinados”. Ahí, puntualizó, “el Estado tiene responsabilidad por los policías municipales que los levantaron y por los que no actuaron”. ¿Y…? ¿Más claro?

 

 

Por si no fuera suficiente, cuando habló de Rubí Frayre, dijo que su crimen fue causado “por una omisión imperdonable de la autoridad”, pues el criminal “fue liberado” debido a la existencia de “jueces incompetentes y una ley absurda… (y) en las dos cosas está la responsabilidad del Estado”. Nadie torturó a Calderón para que confesara esas gravísimas conductas. Es el Estado impotente, fracasado, inexistente; impotencia e inexistencia que el jefe de Estado quiere esconder con desplantes escenográficos y forzados perdones. Esas confesiones ameritan que sea sometido a investigación.

 

 

Pero no es todo. El presidente ilustró a la nación al recordar que en Tamaulipas, Uruapan y Acapulco detonó de la violencia, decapitados incluidos… en 2004 y 2005, es decir dos años antes de que iniciara su administración. Como dato histórico está bien, pero quien habla es el jefe del Estado mexicano. Durante esos dos años, dijo el presidente, “hubo quien no hizo ni dijo nada; yo diría muchos que no hicieron nada”. Habla como si en esos años él hubiera vivido en Júpiter o Plutón.

 

 

El jefe de Estado cuenta con las instituciones necesarias para hacer que los responsables de tan delicada omisión sean procesados y castigados. Por supuesto, empezando por el jefe de Estado que le antecedió en el cargo. Por eso digo que además de responder ante la historia, el presidente debe responder ante los tribunales. ¿Habrá que esperar a que la Corte Penal Internacional intervenga el próximo siglo?

 

 

De regreso al espectáculo

 

Creen algunos que Calderón se vio bien y “convenció”. Si fuera asunto de palabras, gesticulaciones, vehemencias y manotazos, tal vez. Por supuesto, es preferible un presidente parlamentario a los presidentes hieráticos del pasado; es preferible un presidente con capacidad argumentativa, con todo y las trampas del polemista, que un semidiós envuelto en la burbuja de los aduladores. Pobre de nuestra democracia que le quitó al presidente la obligación de presentarse ante el Congreso el día de su informe. En la España monárquica hay más frescura; aquí hubiera sido muy saludable presenciar una confrontación televisada entre el parlamentario Calderón y parlamentarios de la capacidad de Porfirio Muñoz Ledo y Pablo Gómez, por ejemplo.

 

 

Esos debates tendrían, al menos, una utilidad: fomentarían la racionalidad política y la reflexión, fomentarían el voto razonado. Esos debates tendrían que ser los que, concatenados con las medidas económicas y políticas que empujan gobiernos y opositores, inclinen las decisiones de la gente común, que es muy común pero que en algunos momentos poco comunes puede resultar determinante para inclinar el resultado de una votación, y ésta a su vez puede ser decisiva para cambiar el rumbo de la economía de un país.

 

 

Si está aún lejos la revolución a la que aspira don Eduardo del Río –que la ciudadanía arrebate a los poderes de facto el control de los medios de comunicación–, al menos se estaría cimentando un contrapeso muy necesario en cualquier democracia. Quizá en algo ayudaría eso para que los ciudadanos, que por lo general atienden a spots y gesticulaciones estridentes, pudieran distinguir entre los rayos del radiante sol de la propaganda y las razones serenas del que comprende cómo funciona la oscura maquinaria del poder.

 

 

 

Julio 7, 2011

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