Experiencia antierótica y atento aviso
AMOR, HUMOR Y MUERTE
Por:Edmundo González Llaca
Malas son mis relaciones con la tristeza; por un acto reflejo que creo se gestó en mi adolescencia, ante cualquier situación difícil o que simplemente me desconcierte, mi reacción es reír. Recuerdo perfectamente cómo se originó este acto reflejo que me ha acompañado desde entonces.
El drama se ubica en Querétaro, asistía a una fiesta con mis compañeros adolescentes. Estábamos parados en la entrada de la casa, nos empujábamos ligeramente entre todos, no sé si para molestarnos o darnos valor. La escenografía era rutinaria: filas de sillas metálicas en los lados del patio; las mujeres habían llegado temprano y estaban sentadas en el extremo derecho; al arribo de cada invitado lo observaban y luego intercambiaban, sin el menor disimulo, puntos de vista.
Mis amigos y yo, conscientes de que ese primer momento era crucial, pues se pasaba un primer examen tan riguroso como implacable, asumimos la clásica pose del adolescente cuando algo le interesa: un desdén autosuficiente y una cara de fuchi hacia el mundo. Evidente respuesta de inseguridad al juicio femenino: “Si me desprecias o no te gusto, me tiene sin cuidado”.
Recuerdo, entre penumbras, ver al fondo de la casa a la anfitriona que se enfilaba a la puerta para darnos la bienvenida; atrás la seguía su perro con el que –hasta ese día– llevaba magnífica comunicación, incluso consideraba que éramos ejemplo de que el perro es el mejor amigo del hombre.
Yo estaba hasta adelante del grupo. Vendía estilo, con las manos en las bolsas del pantalón, miraba hacia todos lados y a ninguna parte, simulaba chiflar una melodía irreconocible; la vida apenas me merecía y el mar era poco para hacerme un buche.
Cuando calculé que mi amiga estaba cerca volví la cara al frente, desde luego con la ceja arqueada. Para mi sorpresa el perro había rebasado a su dueña y se lanzaba jubiloso con las patas por delante a recibirme. No se trataba de ser un profeta ni especialista en física para adivinar el lugar dónde aterrizaría y las consecuencias. Intenté sacar las manos de las bolsas pero en mi apresuramiento se me atoraron, ni siquiera fue posible atenuar el trancazo, el perro ya estaba sobre mí. Me pegó en… el bajo vientre, diría Aristóteles.
Sentí el golpe seco y preciso, como si el perro lo hubiera calculado con un rifle de mira telescópica desde que inició su criminal carrera. Un relámpago de dolor me recorrió por todo el cuerpo, paralelamente lo perseguía mi angustiada neurona del pudor, la que afortunadamente controló la situación. Ya no intenté sacar las manos de las bolsas sino que cerré fuertemente los puños y me clavé las uñas en las palmas. Sin embargo no pude evitar pronunciar un agudo gemido: un ¡uugh! que me salió del fondo del alma.
Si a toda acción corresponde una reacción en sentido contrario, cualquier órgano programado para provocar placer es capaz también de generar dolor con la intensidad semejante.
Con el cuerpo totalmente doblado giré 45 grados hacia atrás, como buscando la salida. Vacilante di sólo un paso, sentí que caía y me recargué pesadamente en la puerta; en película de cámara lenta inicié un largo viaje hacia el suelo. Para mi fortuna una mano me tomó bajo el brazo y me detuvo cuando casi llegaba al piso. Me quedé quieto y esto lo aprovechó el perro para lamerme la cara. Consideré su movimiento no como una petición de perdón sino con el claro deseo de añadir al agravio la burla canina.
De reojo vi las piernas de la anfitriona que se acercaba y con la rodilla empujaba y volvía a empujar al perro, que me seguía lamiendo como si fuera paleta. De vez en cuando interrumpía su humillante tarea para verme confuso y azorado por mi reacción. No me conmovía, al contrario, un sentimiento de odio y de venganza desplazó momentáneamente al dolor. Maldito perro, ya vendré cuando estés solo y te daré una patada donde les platiqué.
Ella se agachó y me preguntó con una falsísima ignorancia: “¿Qué te pasó?” Con la boca seca, sin poder pronunciar palabra, como respuesta sólo se escuchó mi jadeo profundo y adolorido. Me colocó una mano en un hombro y me giró hacía ella, ya estando de frente la otra mano la puso bajo mi barbilla y con un dulce movimiento me levantó la cara que reflejaba los síntomas de mi martirio. Habló y me dio la coartada provinciana, dentro de la ley, la moralidad y las buenas costumbres: “¿El Firulais te sacó el aire?” Vi la luz maravillosa de la demagogia.
Medio me incorporé, agradecido la miré a los ojos y contesté: “Sí, me sacó el aire”. Esbocé mi primera –de las que serían en mi vida muchísimas– risa idiota. Los invitados se percataron de que el accidente no había pasado a mayores. Mis amigos salieron a la calle, tropezándose y en medio de estentóreas carcajadas. Yo seguía recargado con la espalda en la puerta, con las manos todavía en las bolsas, exhausto, sin poder moverme, pero eso sí, con la risa congelada en el rostro.
De toda vanidad ya despojado y en una inmensa soledad vivía esos momentos. Pensaba: semental creo que ya nunca lo seré. ¿Y si me quedo sin tener hijos? Decidí implorar porque las consecuencias fueran no tener descendencia, pero nunca la impotencia. Me asaltó la duda de que aquéllos que me observaban pudieran leer mis pensamientos y decidí acompañar a la risa con un ja, ja, tan angustiado como falso.
El sudor, producto del dolor, se me acumulaba en las cejas y pausadamente me resbalaba a los ojos como grotescas lágrimas que nacían de la frente. No tenía fuerzas para limpiarme y me sumía en oscuras meditaciones. ¿Cómo nos atrevemos los hombres a llamarle al aparato reproductor “pistola”, cuando es tan vulnerable?
Muy nublado, pero alcanzaba a ver a las muchachas que, sentadas, reían y metían la cabeza entre las piernas, supuestamente para esconderse; otras se llevaban las manos a la boca y sin poder contener la carcajada mejor se paraban y corrían al fondo de la casa. Mis “amigos”, desde la calle, gritaban y sugerían malévolamente a coro: “Sóbate. Edmundo. Sóbate”.
Desde entonces, a la menor provocación sonrío. Sonreír por alegría, por solidaridad, por simpatía humana, por esperanza. Sonreír para expresar nuestro disimulo a lo cruel, a lo absurdo y a lo maravilloso de la vida.
ATENTO AVISO. Los estimado lectores se habrán percatado que mis artículos de erotismo han aumentado en extensión, como que al irlos escribiendo la mano se me fue calentando (¿será por el tema?). El último fue ya un exceso, cubrió toda una página y una columna de otra. Esta extensión coloca en problemas a los formadores de Tribuna y daña la retina de los sufridos lectores, pues la letra es bastante pequeña. Por mi parte, no puedo escribir si previamente me pongo la camisa de fuerza de la extensión; acabo obsesionado por la forma y no por el fondo. En fin, esta larga explicación es para informarles que dejaré de escribir artículos y me limitaré a los Jicotes. Algunos lectores, espero que no sean los más, agradecerán el gesto; para los que no piensen así, les ofrezco que más adelante escribiré un libro sobre el erotismo. Gracias a todos.
Espero sus comentarios en www.dialogoqueretano.com.mx donde también encontrarán mejores artículos que éste.
JICOTES
Poetas y políticos
Me dice un amigo que si no es demasiada parafernalia la que se ha organizado por la muerte de dos poetas: Rubén Bonifaz Nuño en el Distrito Federal y Salvador Alcocer en Querétaro. Sin decirlo expresamente parece convencido que esos privilegios solamente lo merecen los políticos. Le comento, por supuesto que no, salvo uno que otro político, auténtico estadista, merece semejantes honores, los demás se van al basurero del olvido. No lo digo yo, lo afirma Manuel Azaña, el último Presidente de la República Española, que decía: “Dentro de muchos años nadie se acordará ni de mi ni de Franco, pero el mundo no habrá olvidado que Velázquez pintó las Meninas”. ¿Los mexicanos recuerdan más a quien fue Presidente hace más de medio siglo o a Frida Kahlo?
Ostentación ridícula
Es impresionante que la nefasta herencia política de la soberbia no termine de enterrarse. Recuerdo cuando mi abuelo hacía burla de los nombramientos que se otorgaba la gente de gobierno: “¿Quién es ese joven de vestir tan estrafalario y hablar tan singular? Es el secretario, del secretario, del secretario particular”. Esto iba aparejado con tarjetas con nombramientos largos e intimidatorios. Ya, en pleno choteo, alguien sólo puso en su tarjeta: “Influyente”. Ahora un diputado federal del PRI, en lugar de placa de su automóvil, colocó tremenda charola dorada que anuncia su cargo. En general los panistas son más austeros pero hipócritas y el pecado más socorrido de los priistas es la prepotencia. ¿Hasta cuándo vamos a enterrar esta cultura política?
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