Racionalismo turbio y democracia estéril
Por: Ricardo Rivón Lazcano
Leí por primera vez sobre Michael Oakeshott en La idiotez de lo perfecto, ese pequeño gran libro de Jesús Silva-Herzog Márquez. Busqué con ahínco pero sin sentido común el libro sobre la política de la fe y la política del escepticismo. Tuve éxito hasta hace algunos días, éxito y buena suerte.
En la librería Ricardo Pozas, mejor conocida, tal vez, como del Fondo de Cultura Económica, además del mencionado conseguí El racionalismo en la política y otros ensayos con poco más de 500 páginas. Buena suerte porque su precio apenas rebasó 20 pesos.
No es el primero en hacerlo, pero Oakeshott escribe con una claridad envidiable respecto de los límites de la política y los efectos desilusionantes del esfuerzo por encontrar el significado de la vida en ese terreno.
Para evitar la politización de la filosofía, busca establecer una diferencia categórica entre, precisamente, filosofía y política. La primera busca el conocimiento por sí mismo, la segunda es un modo independiente de actividad humana que no necesita un amo especulativo que la corrija. De hecho, cuando el “conocimiento racional” ha justificado la práctica política, es que se han vivido las peores catástrofes humanas.
Oakeshott trata de refutar a los “racionalistas”, es decir, aquellos quienes insisten en ideologías o esquemas tecnocráticos de ingeniería social que guíen las decisiones de la vida política, pasando por alto el sentido práctico de los asuntos que se encuentran en los políticos experimentados.
Poco conocido o francamente ignorado, Oakeshott comparte las preocupaciones y alcances de Popper, Arendt, Berlin, Rawls.
La condición humana –dice– es como una aventura que debemos aceptar con beneplácito. Solía decir en sus clases a estudiantes de licenciatura que un agricultor no es primero un teórico agrícola, y que los políticos no empiezan por teorizar sobre la política.
Como San Agustín, Oakeshott puede ver el orden político como el remedio humanamente disponible para las insuficiencias humanas sin exagerar sus logros, insuficiencias que obligan al aprendizaje durante toda la vida, y donde la política y el gobierno son males necesarios.
A Oakeshott le parecía un desorden mental la manía de enterarse todos los días de las noticias. Una compulsión que se hace hábito y daña al buen razonamiento. Se corre un riesgo en el que tarde o temprano una red pegajosa evitará el viaje a las abstracciones.
Pocas cosas resultan simpáticas en una democracia, régimen político basado, dice Oakeshott, en “la oscuridad, la turbiedad, el exceso, las componendas, la apariencia indeleble de deshonestidad, la falsa piedad, el moralismo y la inmoralidad, la corrupción, la intriga, la negligencia, la intromisión, la vanidad, el autoengaño y, por último, la esterilidad.”
De ahí la necesidad de –Armando González dice por Oakeshott– promover un arte de la conversación donde no se gana ni se pierde tajantemente, sino que se escucha al otro y uno puede quedarse con sus propios argumentos. En un tiempo de ideólogos, Oakeshott parte entonces de un sereno escepticismo optimista que no espera mucho del hombre y entiende la política como un método casuístico, cuyo éxito se basa en la duda metódica, la valoración meticulosa de las circunstancias y la modestia para buscar, más que soluciones o situaciones ideales, opciones viables.
Oakeshott también se interesó por la educación. Encontré la reflexión siguiente en el blog del profesor español Nacho Camino:
Frente a quienes hacen la caricatura de la enseñanza como un proceso fabril (y febril) de corte pavloviano, Oakeshott nos recuerda que se trata de una “actividad abigarrada”, que incluye: (…) insinuar, sugerir, pedir, convencer, alentar, guiar, señalar, conversar, instruir, informar, narrar, dar conferencias, demostrar, ejercitar, evaluar, examinar, criticar, corregir, tutelar e inculcar, entre otros.
Y aprender es, o debería ser: observar, escuchar, leer, recibir sugerencias, ser guiados, dedicarse a recordar, hacer preguntas, comentar, experimentar, tomar notas, registrar y volver a expresar, entre otros.
En una época de “indicadores de calidad” a cual más peregrino, Oakeshott propone estos dos:
–Que en esa “Escuela” se reconozca el conocimiento en sí como una satisfacción.
–Que sea una iniciación en los misterios de la condición humana, una oportunidad de conocerse a uno mismo y de tener una identidad intelectual y moral satisfactoria.
La transacción entre maestro y alumno no debe tener un “objetivo” o “propósito” extrínseco: para el maestro es parte de su compromiso de ser humano; para el sujeto de aprendizaje es parte del compromiso de llegar a ser humano. (…) Éste es el espejo frente al que cada uno representa su propia versión de la vida humana, emancipado de las meras opiniones cotidianas de moda, y libre de tener que buscar una identidad exigua en una fantasía fugitiva, una trenca (abrigo), un prendedor de la campaña en favor del desarme nuclear o una “ideología”.
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