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Moncho

Llegué tarde a mi casa, cansado. Teníamos que entregar el pedido antes de lo convenido. Ayer llegó el aviso de que les urgía para este fin de semana. Tenemos que fletarnos para trabajar más rápido o irnos más tarde, sin que nos recompensen con horas extra. Así son. Y si reclamamos, nos salen con lo mismo: “si no les gusta, se pueden ir. Otros esperan, allá afuera, a que les demos el trabajo que ustedes desprecian”.

Por fortuna, mi esposa ya explicaba a nuestros hijos por qué no debían salir a la calle sin pedirnos autorización o, al menos, sin informarnos a dónde iban. Les aclaraba: “así sabemos dónde buscarlos, si ustedes no llegan a tiempo. Ya ven que se dice que roban chamacos o adolescentes”. Yo también intervine: “¡Háganle caso a su ! Porque también puede ser que a ella o a mí nos pase algo, y ustedes ni cuenta se dan −¿a dónde les van a avisar?– y, mientras, ustedes por ahí, campantes”.

Elena no quería que los muchachos creyeran que desconfiamos de ellos. Les decía: “Ustedes saben cuidarse unos a otros, si van juntos; pero, si cada uno anda por su lado, ¿qué harán, en caso de que les pase algo? Ya no podemos hacernos cargo de ustedes para todo, porque estamos fuera casi todo el día: Tomás se la pasa en la fábrica y, ahora, más, por el pedido que tienen; yo, aunque soy secretaria en la llantera, a veces tengo que esperar sola, hasta muy tarde, a los clientes, y entregarles el trabajo”.

Entonces, apoyé a Elena: “Mucha gente anda, por ahí, como desquiciada: nada menos ayer, al salir de la fábrica y esperar mi camión, un hombre frenó su coche frente a otro; bajó furioso hasta la puerta y, sin más, lo sacó del coche; ya en el suelo, lo agarró a puñetazos. Los que pasábamos quisimos ayudar, pero el otro desenredó de su mano una cadena y la agitó, para impedirnos que interviniéramos. Buscamos a la policía, pero no había cerca ni patrulla ni algún guardia. Esperamos a que el fortachón descargara su furia en el que estaba tirado. Cuando se fue, volvimos al golpeado; la cara bañada en sangre e hinchada. Confundido, dijo que no sabía qué había pasado, porque no conocía al otro ni habían tenido conflicto de tránsito. Una señora se ofreció a llevar a la Cruz al hombre, para que lo atendieran”.

También Elena, entre sollozos, dijo que hoy vio al Moncho. Recordó que este muchacho nomás terminó la primaria, porque su mamá murió cuando él era todavía niño: “sólo quedaron él y su papá, Zenaido −dijo−. Un día, el papá se cayó del edificio donde, como peón, cargaba sacos de cemento, botes de arena o grava. Por la caída, Zenaido quedó paralítico. Como no tenía contrato, no estaba dado de alta en el IMSS, no le dieron indemnización por accidente de trabajo; ni siquiera un apoyo para costear la atención médica que recibió ese día por la caída. Por eso, El Moncho anda todo el día en su bicicleta, con periódicos para los puestos del barrio. Los dueños le dan una propina, para que se mantenga y cuide a su papá. Ésa es su manera de trabajar…”. Elena se dejó llevar por el llanto. Dejó de hablar.

Los hijos le pidieron a su mamá que terminara de contar la historia. Entonces, tomé la voz de mi esposa y seguí la narración: “Al salir de la llantera, Elena venía para acá y, en la glorieta, vio al Moncho en su bicicleta, con periódicos atados en el asiento trasero. Seguro que iba a regresar los sobrantes del día. Entró a la glorieta y, enseguida, un coche negro se le echó encima. El Moncho y su bici fueron arrastrados, entre las llantas delanteras, durante cinco metros, más o menos, cuando se detuvo. Varios llegamos a ayudar. También un policía. Fue al coche negro. Un tipo trajeado, con anteojos oscuros, bajó su cristal y extendió el brazo izquierdo, con algo en la mano, que acercó al policía; éste lo tomó mientras escuchaba la explicación del conductor del auto negro: que no había visto al ciclista, pues leía en el celular un mensaje de su patrón. Enseguida, el coche se fue. Media hora después llegó la Cruz y recogió al muchacho”. Mañana Elena pedirá en la llantera permiso para ver cómo va el en el hospital. Después, regresará para llevar algo de comer al papá del Moncho.

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