Costumbres

La cita era a las ocho. Julianne, por ser extranjera, desconocía el ínfimo valor que los mexicanos conceden a la puntualidad y me pidió que la recogiera a las 7:30. Intenté convencerla de que las fiestas, como bastantes otros eventos, comienzan siempre después de la hora prevista. Pero ella sostuvo su lógica y concluyó que debíamos llegar a tiempo. En efecto, diez minutos después de las ocho sólo nosotros estábamos allí. Al vernos, Carmen -la anfitriona- se mostró patidifusa. Con el rostro a medio maquillar, la bata de noche y las chanclas puestas aún, exclamó: “¡Hombre, pero qué puntualidad!”. Acto seguido, una brusca interrogación de Julianne aumentó su bochorno: “¿dijiste a las ocho, right?”. Luego Carmen soltó una risilla fugaz y nos pidió paciencia mientras ella y su esposo Xavier se acicalaban para la fiesta.
Una vez solos en el sofá, sonreí largamente en silencio y observé a Julianne con ojos guasones; ella, iracunda, se mordió los labios de impotencia, víctima de su propia ingenuidad. Para contentarla besé su frente, sus labios, sus manos, y ella, como una dulce chiquilla, rindió su coraje. Minutos después, los invitados comenzaron a llegar y la fiesta transcurrió sin contratiempos.
Sin embargo, en venganza a mi sarcasmo, Julianne tomó a costumbre de arribar tarde a nuestras citas. Inventaba excusas inverosímiles que yo, no son recelo tenía que tragarme. En cierta ocasión, su retraso fue de 45 minutos; a su llegada hizo un gesto de falsa preocupación y exclamó revoloteando sus manos: “ya se me está pegando lo mexicano”.Después: de varios meses, sigo recordando la cara de incredulidad que puso cuando me vio salir del lugar.