Montaje Protagónico

Cuando Arteatral CUT —Compañía Universitaria de Teatro— estrenó, en noviembre de 2010, su montaje de Escorial, de Ensor Michel de Ghelderode, Bruselas, Bélgica (1898-1962), bajo la dirección de Jean-Paul Carstensen Barraza la trama me pasó poco menos que de noche, si acaso que había un rey mortificado por cualquier contrariedad a sus caprichos y disparates, y el sospechado e intuido acecho por la aceptación y los favores de la reina —nunca vista en escena—. Quizá se intentaba exhibir la incompetencia gestiva de las testas coronadas y cuánto sus hombrías son dependientes del ornato sugerido, acompañado del correspondiente boato. Esta pompa incluía a un osado bufón que exponía y se jugaba el cuello sin mínimo temblor, tomando el reto de propiciar la regia hilaridad; además fingiendo provocadora sumisión, o sea, el siervo burlándose del chabacano y nada edificante engreimiento del petulante señor. Una enseñanza que mucho podía reducir en la literalidad del refrán: El hábito no hace al monje; en este caso: La corona no hace al rey; la jerarquía no conlleva, necesariamente, supremacía; es decir, por ejemplo, el típico supervisor ignorante que da órdenes inútiles o inviables; la jerarquía tampoco conlleva gallardía y ésta puede ser sin aquélla. Conclusión: tema trilladísimo. ¿Qué quedaba para el espectador? El montaje como protagonista.

Al entrar al espacio del entonces Jacalón de la entonces Facultad de Bellas Artes la primera sorpresa que provocaba expectación, pues el título poco o nada informaba, —muy si acaso aquel monasterio español mandado a construir por el fidelísimo católico Felipe II en el siglo XVI, y esto por los cromos coleccionables en algún álbum infantil—, eran el par de galerías contra sendas paredes laterales dejando una pasarela que conducía a un estrado escalonado en cuya cima colgaban un par de gruesas cadenas flanqueando una sillota; la mínima iluminación más bien espectral, máxime complementada con cirios; el vestuario y el maquillaje, en tres tonos oscuros, y diseños estrambóticos pero sugerentes de demencia y pobreza, reforzaban una recreación lúgubre, de encierro malhumorado y pronta disponibilidad al acuchillamiento del ánimo del interlocutor. (Con únicamente tres personajes, los picotazos no eran pocos y con creciente tino para zaherir.)

De aquel montaje de estreno dos acciones me parecieron sumamente admirables, no mentiría al apreciarlas de sobrehumanas: el manejo de una voz gutural gruesa y rasposa, por parte de Esaú Toscano sugiriendo regio despotismo y tiranía; y el andar en las puntas de los pies por parte Fabián Verdín, dándole al personaje, quizá un sacerdote, un aire de fauno. Manejo corporal de esfuerzo admirable dada la talla, nada ligera ni pequeña, del actor; además de la capucha, un tanto bizarra —si no la portara en la cabeza no sería capucha—, dándole un aire de ministro esotérico. En algún momento del transcurso había un estruendo relampagueante que casi lo sacaba a uno del asiento por lo sorpresivo y tronante: una lámina colgante, quizá de un metro de ancho por tres de alto era golpeada con un mazo quizá hecho de trapos.
Ante lo impenetrable que me resultó el desarrollo de la trama, tales características del montaje se me antojaron cualidades protagónicas.
Imaginando a Víctor Eduardo Sasia Farías sustituyendo la ausencia geográfica de Esaú y con la morbosa curiosidad por ver si Fabián sería capaz de repetir la hazaña admirada doce años atrás, acudí a la reposición de Escorial en el teatro de cámara Dra. Pamela Draguicevic Jiménez a finales, también noviembre, pero de 2022. Otra fue la sorpresa: Cuánta relevancia y ferocidad adquiere el rey en la sonora interpretación y caracterización del actor Fabián Verdín. El monje permanece en una situación de trascendencia incierta y el bufón no cambia, salvo por transmitir esta vez la temeridad del mando, de la disponibilidad del poder, de la fuerza y potencia de la autoridad; la comodidad de obedecer en lugar de mandar, ahorrándose culpa y responsabilidad, cuando el bufón cuenta —en la búsqueda del divertimento— con la anuencia real para coronarse. Nuevamente ‘El hábito no hace al monje’; no basta la corona, ni un nombramiento jerárquico, se precisa entereza de carácter y conocimientos: conocer y superar el olor y el sabor del miedo y la duda.

Entendí que Arteatral prevé y planea una temporada de reposiciones. Ojalá y el entendimiento no me troque en aturdimiento. Por si acaso y al vuelo enlistaría —dado que pedir no cuesta nada, acaso un poco de acostumbrado ridículo—: “Novecento”, “La que hubiera amado tanto”, “El oso”, “El árbol”, “Intimidad”, “Le restó” y un larguísimo etcétera en una memoria cada vez más omisa.