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El amuleto de Gabriel

Por: María Morales

Aparece en todas las fotos. No importa si Gabriel sonríe o está serio, si saca la lengua o hace una seña obscena con el dedo medio; si a su lado va Mercedes o cualquier otra mujer; si posacon Castro, con Vargas Llosa, con Cortázar, con Neruda o conKundera; si está en México, Colombia, Polonia, la Unión Soviética, Italia, Cuba, Caracas, París, Nueva York… Dondequiera que fuese, con quienquiera que lo acompañase, como fuera que se sintiese.

 

Cuando Gabriel José de la Concordia García Márquez nació -un 6 de marzo de 1927, en Aracataca, Colombia- no lo acompañaba, pero seguramente ya se adivinaba en una sombra hecha de pelusilla oscura. Durante los ocho años que vivió en aquel pueblo bananero, posterior inspiración de sus historias, anduvo oculto en él, latente como las letras que en las almas de los escritores bregan por hacerse lengua viva.

Seguramente compartió con el hijo de aquel telegrafista advenedizo la emoción de ver el hielo por vez primera, de sentir el fresco vaho que emitía; y acaso muchos años después lo recordara con igual nostalgia que el coronel Aureliano Buendía.

De vacaciones en Sucre y un poco más visible, le hizo cosquillas a Mercedes Raquel Barcha Pardo en la mejilla, de apenas 13 años, cuando el cataquero se decidió a pedirle matrimonio en un baile estudiantil. Por el resto de sus vidas compartieron a aquella mujer que cada día procuró poner una rosa amarilla y un paquete de 500 hojas en el escritorio de éste, pues comprendíacon paciencia sus manías y supersticiones.

Lucía ya orgulloso de su espesa negrura cuando el joven Gabriel inició sus aventuras como periodista y viajó por el mundo visitando los países de gobiernos comunistas, de los que quedó desencantado, aunque conservó siempre la esperanza en una América Latina socialista.

Se erizaba cuando con él se despertaba en cualquier hotel, a mitad de la noche, asustado por la presencia de los fantasmas que en otro tiempo invocara la abuela Tranquilina. Lacio, lo reconfortaba de la frustración de no poder contarle al abuelo Nicolás sus más íntimas experiencias.

Distinguido como su portador, mantuvo amistad con personalidades tan distintas -o distantes- como Castro y Clinton, Zabludovsky y Granados Chapa, Shakira y Óscar Chávez. Fue testigo del puñetazo con el que Vargas Llosabordó de violeta el ojo de García Márquez, clausurando así sus relaciones; aunque, caballero como ellos, bajo un pacto de silencio se negó rotundamente a explicar las razones de aquel furibundo episodio.

No menguó su sencillez cuando el escritor se convirtió en Premio Nobel de Literatura, en 1982, y con ciertos trazos blanquecinos se presentó en la ceremonia sin el obligado frac -una de esas cosas que le causaban mucha «pava»- para hablar de la soledad que Macondo compartía con el resto de Latinoamérica.

Eterno como el amor de Florentino Araiza y Fermina Daza, se mantuvo con «Gabo» aun cuando éste empezó a olvidar nombres y fechas que habían sido importantes. Apenas trece años les faltaron para cumplir aquel plazo del olvido que hizo desaparecer un pueblo entero, mas nunca dejaron de disfrutar el gusto de un vaso de whiskey o una copa de champaña.

Nunca lo abandonó. Como las mariposas amarillas a Mauricio Babilonia, aquel enjambre de filamentos de colágeno acompañó perpetuamente al hombre que queriendo ser valiente y racional como su abuelo, se hizo famoso por relatar el mundo con la incierta magia de su abuela.

Gabriel García Márquez era un hombre lleno de supersticiones. Preocupado por mantener alejadas de él las cosas «pavosas» o por contar con la presencia constante de flores amarillas o mujeres para que a él no le pasara nada malo, quizá nunca notó que el objeto que más lo protegía era aquel tupido vello sobre su labio.

Y así, aun ahora, caminan juntos allá donde el tiempo no existe. Porque el bigote de Gabriel fue siempre su mejor amuleto.

 

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