Vivir al día: las vendedoras indígenas de muñecas
Por: Roger Velázquez
Sobre la acera entre Plaza de la Constitución y el Jardín Zenea, al pie del restaurante mexicano “Cantina Comalli”, está una de tantas mujeres que imprimen su sudor y ahínco en la elaboración de uno de los elementos más coloridos y tradicionales de nuestra cultura: las muñecas de trapo. Sin embargo, para Marcelina, vendedora ambulante que se procura esta ubicación cuando las posibilidades lo permiten, el verdadero esfuerzo yace en el día a día.
Entre el aroma de las exquisiteces culinarias, mezclado con la fragancia del barro y la cerámica de las artesanías queretanas, las calles míticas de adoquín y de concreto –que a pesar de sus remodelaciones conservan las huellas de la historia– y el vaivén de transeúntes locales y extranjeros –que sin importar su origen se maravillan con la cautivadora arquitectura–; sobresale una casta de origen humilde, cuya vestimenta, a pesar del deterioro, mantiene su vivacidad y alegría.
Distribuidas en ciertos puntos que van desde la calle Luis Pasteur –a un costado de Palacio de Gobierno–, la desembocadura del Andador Libertad con rumbo a la locación de Marcelina, y a las afueras del estacionamiento subterráneo –a unos cuantos pasos de la mencionada–; trabajan todasmientras maquilan más muñecas cuyo detalle demuestra una destreza extraordinaria.
Con una amplia gama de trozos de tela, fragmentos de algodón, hilares de varios colores, y un corroído punzón, las manos desgastadas de Marcelina y de las tantas otras, confeccionan esas pequeñas marionetas que inevitablemente atraen la atención de cuantos pasan a sus alrededores.
Las hay de 25, 35 y 50 pesos, dependiendo del tamaño. Aunque el encanto y finura de todas es igual de meritorio, no solo por su calidad, sino por el empeño que implican estas. “Cuesta mucho trabajo”, aseveró Marcelina sobre su faena.
Pero el verdadero vigor recae en llegar hasta donde están, y claro, mantenerse.
Marcelina, al igual que sus “compañeras” –como las denomina ella– son oriundas del municipio de Amealco, en donde dejan a sus familias para venir a trabajar a la capital. De esta forma, sus vidas se ven divididas entre la calidez del hogar en su tierra natal; y el ardor de su oficio, expuesto a la traicionera intemperie y el frecuente menosprecio de los peatones.
Su ir y venir se ve alternado cada ocho días, comentó Marcelina; de tal forma que las semanas que tocan ausentarse de casa, encuentran únicamente descanso en un albergue ubicado en la calle de Guerrero, al cual acuden tras el final de sus jornadas completas, señaló.
A las complicaciones que de por sí significa esto, se le añade el ocasional asedio de las autoridades, quienes interrumpen su venta debido a la falta de permisos. Marcelina expresó que laboran cuando pueden, pues al ver la presencia de un inspector, deben parar el comercio, puesto que son retiradas; aunque sólo se mueven a otra parte, dijo.
Es así que el ímpetu de Marcelina y sus compañeras por tener un sustento digno y honrado, a pesar de las adversidades que éste implica, mantiene viva una de las tradiciones más entrañables, no solo de nuestro estado, sino del país entero; un oficio inocente y remarcable, sin el cual, nuestro Centro Histórico y cultura, no serían lo mismo.
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