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Dilemas del ojo

En una popular película de zombis llamada Exterminio (Danny Boyle, 2002), el virus que infecta a la población mundial se propaga a partir de un grupo de simios que es liberado de un laboratorio donde padecían múltiples experimentos. En uno de ellos, el simio era obligado a ver y a escuchar sin cesar videos con escenas violentas: torturas, masacres, guerras, violaciones. No en vano, el virus que portan estos animales en la película recibe el nombre de rage (en español, rabia o ira), pues provoca en los cuerpos comportamientos salvajes y descontrolados.

Esta misma hipótesis ha sido explorada fuera de la ficción desde perspectivas positivistas y conductuales llegando al consenso de que ver violencias en las pantallas estimula efectivamente los niveles de agresión en los consumidores. Hay algunos números que suenan, como ocurre siempre con las estadísticas, escandalosos. Por ejemplo, que un niño de 10 años en promedio está expuesto a 2 mil imágenes violentas por día, únicamente en la televisión, y que para ese momento de su vida seguramente habrá visto alrededor de 8 mil asesinatos en una pantalla.

Hay otras perspectivas menos fatalistas que sostienen que, si bien es cierto que la televisión, el cine y las redes sociodigitales (Youtube, Facebook, TikTok) difunden estereotipos y valores contrarios a la convivencia, la armonía y la paz; existe en las y los espectadores, desde la infancia, una capacidad de agencia que les permite reaccionar e interpretar críticamente dichos contenidos, más allá de la mera imitación o la obediencia automática.

Cada vez que ocurre algún incidente violento, especialmente protagonizado por niños y jóvenes, el consumo audiovisual vuelve a ponerse en el centro del debate. En diciembre de 2021, el presidente Andrés Manuel López Obrador arremetió contra el popular videojuego Free Fire con la siguiente perorata: “Nuestros hijos se levantaban a ver a Chabelo, ahora, lo digo de manera respetuosa, ¡esos juegos del Nintendo!, pura violencia. Ya vamos a empezar a analizar eso porque pasan desapercibidos, como de noche, pero son contenidos tóxicos, nocivos y violentos”. La razón se debía a que unos días antes de esta declaración, se dio a conocer el caso de tres niños secuestrados en Oaxaca, supuestamente a través de un grupo de Facebook en el que los miembros tenían en común su afición a los videojuegos.

Los mecanismos de censura institucional de los contenidos audiovisuales —y ahora digitales (desde los gobiernos, las escuelas, las iglesias y las familias)— se mantienen vigentes; a la par, vivimos en una época donde la libertad de expresión y de consumo se esgrime como uno de los valores más apreciados. Además, si hacemos caso a la creencia popular de que desde un dispositivo con Internet es posible verlo todo, el espectador se convierte en uno de los seres más poderosos y frenéticos de nuestra sociedad. Por lo tanto, es un ser del que hay que cuidarse y al que hay que cuidar.

Otro fenómeno que ha crecido en los últimos años tiene que ver con la autocensura o, para usar un término positivo, la asunción de una responsabilidad ética y moral frente a lo que consumimos en las pantallas. Cada vez es más frecuente escuchar a personas cercanas que han decidido no ver cierto tipo de contenidos (por razón de su representación excesiva de las violencias y/o de la sexualidad) y que, en cambio, apuestan a la búsqueda de otros contenidos que promuevan valores de empatía, alegría, perdón y convivencia no-violenta. Los dilemas del ojo, por lo tanto, están más vivos que nunca: ¿es bueno mirar este programa?, ¿de qué me va a servir ver esto?, ¿debo prohibir ver este contenido? Más allá de las respuestas que demos como individuos y como grupos a estas preguntas, lo importante es el hecho mismo de la duda, ya que con ella comenzamos a quitarle el poder a la imagen y le otorgamos mayor responsabilidad al espectador. O, parafraseando un viejo refrán, cuando abrimos el diálogo en torno a este tema en nuestros espacios domésticos, no estamos evitando que las imágenes vuelen sobre nuestros ojos, pero sí que hagan nido en ellos.

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