¡Ay, esos jóvenes!

Querétaro, Qro.
Con lluvias como las de ahora, no hay ropa que valga: la casa gotea por todos lados, parece coladera y se anega. ¿Dónde poner la camisa, siquiera para escurrirla? Tampoco está uno a gusto cuando no llueve; el sol quema y hay que buscar una sombrita. Ni qué decir de las noches sin luna: el mundo es negro. Cuando yo era niño, estaba peor: no había camiones; el más cercano llegaba a San Roque. No teníamos agua en las casas, ni cañería, ni siquiera electricidad en las calles. Como si fuera un lugar que creó “Dios” en un descuido, lejos del paraíso. El mundo de ahora sigue fuera del Edén.
Antes, por las elecciones, llegaban candidatos con chamarras, gafas oscuras y botas con casquillo, como para andar en la mina. Decían que, si los elegíamos, pavimentarían las calles, meterían transporte y habría por lo menos una toma de agua cada cincuenta metros. Así intentaban marearnos.
Al barrio llegaron unos jóvenes. Creímos que eran parte de la campaña electoral, pero se veían diferentes. La cita fue frente a la capilla. Comenzaron a las once. Aclararon que no eran de ningún partido. “Lo que no hace el pueblo mismo”, decían, “tarde o temprano lo paga uno muy caro”. Muchos presentes hablaron del viejo pueblo con entusiasmo, de sus árboles, flores y verduras; pero que, ya que la industria les quitó sus tierras con promesas falsas, ahora se angustian al no tener para comer ni para la educación de los niños. “¿Dónde está la escuela?”, preguntaban con rabia; “¿dónde quedó el trabajo que prometieron?”, vociferaban, con el puño en alto; “¿qué pasó con la salvación y la felicidad de que hablan los curas?”, hacían como si se santiguaran.
Yo tenía doce años; aún no terminaba la primaria; casi no entendía qué decían esos jóvenes. Pero, al oírlos, sentía ardor en el pecho y me daba rabia que mis abuelos trabajaban, desde tempranito, para echar, ella, las tortillas que vendía en el “Escobedo” y, él, llevar las vacas y los borregos a pastar por “Santa María”. Contaban que, donde ahora hay fábricas con oficinotas y estacionamientos, antes ellos cultivaban sus tierras, bebían agua de sus pozos, bailaban con su propia música. Dijeron que, cuando políticos e industriales prometieron mejorías, mis viejos pensaban en alimentación, en una vida contenta, un mundo grato; pero que pronto despertaron ante la realidad de su miseria. Lo mismo que con los conquistadores españoles, ¿no? Mis papás ya no pudieron soñar; rápido se dieron cuenta de la tomada de pelo. Cayeron en la indolencia y el alcohol, sin ánimos de vida. Yo también me sentía así, sin futuro. Igual que otros chavos de aquí, consumí droga, anduve en broncas, me enredé con otros, me metí todas las porquerías que pude. Ya no oía yo a los jóvenes que proponían la lucha social.
Esos muchachos no sólo han hablado; han estado siempre en primera fila; nos han impulsado a la acción comunitaria y a favor del barrio, etc. Antes iban al kiosco los domingos, con micrófono, a planear con todos qué hacer por el pueblo; denunciaban por su propio nombre a curas traidores, políticos capitalistas y empresarios voraces; vamos, a los que dañan a los pobres. Esos jóvenes siguen hoy otras estrategias.
Por ejemplo, una mujer inteligente y “entrona”, del grupo de esos jóvenes sin partido, me vio perdido. Dice que le duele que muchachos como yo no confíen ni en sí mismos; que tiendan a la autodestrucción; que no se den cuenta de que pueden luchar por ellos mismos y por la naturaleza. Armó algo como un club, donde todo invita a ganar dignidad, cuidar el ambiente, eliminar basureros, seguir algún oficio para armar otro país. Decidí entonces ser profesor, estudié la carrera y estoy trabajando en una escuela de aquí cerca. Espero poder rescatar a mis viejos y trabajar para que el barrio tenga una vida humana.