Las once y sereno

Se dice en el barrio.
Querétaro, Qro.
Hay películas y relatos de que, en España (y todavía hoy, en algunos pueblos), había rondines para cuidar que en los barrios no hubiera gitanos, asiáticos o norafricanos. En cada recorrido, los vigilantes pregonaban la hora, a la que añadían: … y sereno. Eso significaba que era la hora que se decía (las once, por ejemplo) y que todo estaba sereno, que no había problemas en las casas. De esa manera, la gente podía dormir tranquila, pues era velada por alguien −el sereno, como llamaban al vigilante−. Similar, la costumbre pasó a las Américas. Unos se iban a dormir confiados y sin temores; otros decían: “será el sereno, pero yo cerraré ventanas y puertas para dormir de un tirón”. La figura del sereno es de tiempos pasados, pues −dicen – ya desapareció de tierras americanas.
Eso pensaba yo, pero Zoila me desengañó. Un día me la encontré, después de no verla desde el año pasado. Nos fuimos a tomar un café. Antes, me la encontraba al dejar en la escuela o recoger a mis niños, pero ya no la veo desde noviembre. Me dijo que no les alcanzaba con lo que ganaban, cuando providencialmente una empresa le ofreció al marido un puesto bien pagado, pero en El Marqués; tuvieron que dejar el barrio, pero ella lo extraña. Al menos un día a la quincena viene a ver a sus papás: ellos ni a patadas se van de aquí.
Le dije que aquí, en el barrio, se nota cada vez más el descuido del gobierno municipal y del estado: a cada rato falta agua, el transporte público es malo y muy caro, con rutas mal trazadas para trabajadores y estudiantes; le comenté que casi no tenemos servicio de limpia; el ambiente, además de contaminado por ruido, desechos de las fábricas y desprecio de las autoridades, genera miedo y desconfianza, todo medio derruido, pintarrajeado y sin alumbrado. Le dije: “¡qué lindo que ustedes se fueron a ese lugar tan distinguido! Además, con escuela cerca, todos los servicios y hasta vigilancia los 365 días”.
Las lágrimas discretas de Zoila me hirieron en el vientre. “Ora tú, ¿qué pasa?”. “Es que te damos envidia, igual que a muchos otros, por las comodidades que tenemos. Pero muchos ni se imaginan a costa de qué las tenemos. Nomás por darte un ejemplo −dijo convencida−, ahí tienes el caso de la privada donde vivimos. Hay una mujer que está 24 horas corridas, abriendo y cerrando el portón; la sustituye otra, durante otras 24 horas, y así se la pasan: cada tercer día una de ellas está al tanto de nosotros, durante el año, sin excepción de días festivos o ‘de descanso’. Tienen que operar el portón, aunque venga el siguiente vehículo a unos metros; y tienen que dar confianza mediante su cara sonriente. Si no abren, no podemos entrar o salir. Es la forma de sugerir la seguridad de que hablas. ¿A qué hora van al baño o se sientan a comer algo?; excepto cuando abren o cierran, tienen que estar todo el tiempo ante un monitor, anotando los movimientos en la privada, en una silla, la única que tienen; no sofás, no bancas, no camastros, no mesitas. Al lado está el bañito, de 1 metro por 1:20, sin puerta, para atender a los vecinos y posponer para más tarde exigencias fisiológicas. Siempre visten pantalones y camisola de dril, oscuros, y botas de media pierna. Al ser contratados reciben esas prendas, pero después tienen que comprar repuestos para lavar o limpiar las usadas”.
Entendí el dolor de Zoila al hablar de estos “esclavos del siglo XXI”, y le pedí que ya no me contara nada; que, con lo dicho, me hacía idea clara de cómo vivían. Pero ella necesitaba soltar todo lo que le oprimía el pecho: “a esta gente −continuó sin siquiera tomar un respiro− la contratan para hacer tales trabajos en zonas habitacionales, en fábricas y supermercados, en áreas de recreo masivos y hasta en lugares de resguardo de materias peligrosas (como productos nucleares o de gran valor electrónico); prestan sus servicios por outsourcing, sin contrato ni prestaciones; además, tienen que vivir en “departamentos” de la empresa, donde meten hacinadas en literas hasta a veinte personas (sin importar el sexo), para tenerlas alertas al día siguiente, por lo que la mayoría es de otros estados, pero no de otros países (para no tener complicaciones legales). Les cambian de continuo su ubicación, para que no se encariñen con nadie. No les dan capacitación laboral, ni siquiera en primeros auxilios o en defensa personal; sólo instrucciones para que empiecen al día siguiente. Reciben desde jóvenes de 18 años hasta de 40, sin hijos, para que no se distraigan. Cuando ya no los pueden exprimir más, simplemente los corren o los mandan a lugares imposibles, a los que estos guardias improvisados renuncian por no tener más futuro de vida”.
Zoila no pudo seguir. Se despidió, diciéndome que iba a ver a una de estas esclavas, de quien se hizo amiga, para darle un ramo de flores.