Un mundo raro

Es una verdad de Perogrullo: los procesos de cambio son así; hay cierta incertidumbre, las y los actores que ganaron el poder procuran afianzarlo y quienes fueron desplazados, procuran mantener alguna influencia. Entrando al quinto año de gobierno de Andrés Manuel López Obrador, observamos ese fenómeno; así podríamos interpretar los intentos de modificación legislativa. Se trata, sobre todo, de reordenar la distribución del poder. Hasta ahí, no hay algo particularmente extraño; nos guste o no.
Por otro lado, es también esperable que quienes se han visto desplazados muestren alguna resistencia. El régimen de la transición democrática se construyó como un todo y constituyó también un sentido común, una orientación sobre el quehacer institucional y personal. Desde luego, no fue ni podía ser enteramente racional, había intereses: políticos y económicos, al menos.
Conforme se acerca la sucesión, esas tensiones se vuelven más evidentes. Es inusitado porque los cambios de gobierno anteriores no suponían una reconfiguración del poder, aunque cambiaran nombres y siglas.
El problema está en que la redistribución del poder parece que también ha destruido cualquier comportamiento ético por parte de las y los actores políticos. El bloque —por ahora— mayoritario actúa como si fueran a refrendar la mayoría lograda en 2018 y como si ésta les permitiera hacer cualquier cosa: no importa si en ello hay una violación sistemática (y de manera bastante flagrante) a la ley electoral, la consolidación del cambio vale cualquier cosa.
Por su parte, el bloque desplazado no sólo no entendió que 2018 no fue un accidente, están dispuestos a endurecer todo lo que sea posible su posición, a ver si logran pepenar votos y, a partir de ahí, cada error, la debilidad política tan evidente de quien parece contar con el favor de la Presidencia para ser candidata, servirá para construir una plataforma para 2030 cada vez más cercana a la ultraderecha.
Nadie admite tampoco ninguna responsabilidad: los accidentes en el metro de la Ciudad de México sirven para construir una rara imagen de victimización que a nadie resulta verosímil, pero la oposición sólo muestra que está dispuesta a sacar partido de cada tragedia.
El presidente ironiza una decisión judicial que ordena no utilizar su imagen como propaganda política, la transformación todo lo puede y todo lo debe, porque se trata de transformar la vida pública; la ley queda en otro lugar, porque, además, es la que hicieron los conservadores, así que no habría por qué acatarla.
En Querétaro, el gobernador tiene la ciudad colapsada por obras viales. La modernidad viaja en auto, y el transporte público cada vez se encuentra en peor estado.
Cada uno/a hace lo que quiere porque buscan y utilizan los puestos para construir sus plataformas y mantener el poder, sea en un feudo panista o consolidar un bloque que, evidentemente, es un castillo de naipes.
Las instituciones se vuelven también, campo de disputa y cada bloque busca influir en su composición y decisiones, lo logre o no, el chiste es crear la imagen de que los intereses nacionales no pasan por ese camino. O simular un apoyo irrestricto para mostrar de qué lado está la verdadera democracia. Se avecinan tiempos (más) difíciles.