Un país que se suicida

Somos habitantes de un país que se suicida, que es actor animado de su propio derrumbe. Un país que desanda los caminos andados y que reniega de sus propios logros y conquistas. Un país que encuentra que la ruta al futuro es la reversa, que la democracia es algo desechable y presidiable, pues la tierra prometida está cerca e ira a ella confiado de la mano del amado caudillo. Un país que se suicida, pues encuentra notable dar la espalda a la ciencia, al dato duro, a la cultura; que prefiere la liturgia mañanera que la realidad constatada, que abraza la narrativa y desprecia la evidencia, que encuentra en el cinismo identidad, que asume la polarización y el conflicto como una tarea ineludible y productiva.
Las reformas propuestas en el llamado plan B nos regresarán sin demora a los años setenta, a esa época donde ni la voz, ni el voto de los ciudadanos contaban, pues los designios presidenciales definían la suerte del país y la alternancia no llegaba ni siquiera a ser aspiración. El intento por ‘descuartizar’ al INE, resulta inaudito en un país que logró gracias a él, participación ciudadana y certidumbre de resultados. La intención de destruir al INE se explica solamente desde la vocación por el autoritarismo y el deseo de controlar legal o ilegalmente los resultados electorales.
Al presidente lo ocupan tareas para él, inaplazables; el cobrar viejas cuentas, el reducir a enemigos y críticos, el recuperar a los malos del pasado para alimentar la voraz caldera de la narrativa y la polarización. El construir una realidad alternativa es arduo y requiere de recuperar viejos fantasmas, de reciclar villanos y de actualizar odios y añejas afrentas. Si el resolver problemas del presente no es posible, entonces habrá que recordar a todo el mundo que el verdadero logro fue llegar al poder, que lo importante es ver nuevos colores y pensar que un partido diferente refrescará los aires y purificará a los conversos, sin percatarse que en realidad estamos ante un perverso juego de las sillas.
Detrás del afán por destruir no está el acto refundacional, está la sevicia y el deseo de controlarlo todo. Si la democracia es por definición la no certeza del resultado y la posibilidad de transición, entonces habrá que controlar al árbitro y pervertir sus reglas. Si la democracia implica el peligro de perder en las urnas, entonces habrá que deshacerse de tan inconveniente sistema.
Pensar que íbamos a tener un régimen que intentaría destruir uno de los principales logros de país de las últimas décadas, un órgano electoral profesional y confiable resultaba absurdo. Sin embargo, este régimen comprueba que llegará tan lejos como sus objetivos autoritarios lo requieran, que sus representantes distan de ser demócratas y son más bien disciplinados obreros del desastre. Sólo queda esperar que la Suprema Corte de Justicia contenga el vandalismo y asuma su tarea histórica. La esperanza es que exista la suficiente cordura para parar el atropello. Vivir en el ojo de la narrativa implica que esta nos devore, que vivamos permanente en el relato, mientras el país se nos va inevitablemente de las manos.