Se dice en el barrio

El zambo

Muchos niños no pueden quitarme la vista de encima; pasan por enfrente, con sus papás, y les preguntan a gritos o en voz baja por qué estoy así, qué me pasó. Todavía me “chiveo”. Cuando yo era niño, la Compañía de Petróleos Mexicanos (Pemex) tenía como emblema un charro con las piernas arqueadas, como las mías. Yo me hacía el importante, y decía que me habían contratado para ese anuncio. Pero no era cierto, pues en aquella época yo todavía era niño, y ese charro ya era una persona mayor.

Por causa de mis piernas, nadie sabe que me llamo Liborio: todos me dicen “zambo” o “patizambo”. Eso siempre me ha enojado. Unas doctoras me atendieron muchas veces y me hicieron varios análisis; entonces me explicaron que la posición natural del feto, en el vientre de la mamá, es encogida (le dicen “posición fetal”), pero que, al nacer, no pude estirarme y quedé con las piernas encogidas o, más precisamente, arqueadas. Siempre le dijeron a mi mamá, antes de que yo naciera, que se cuidara, pues en aquella época ella vivía en una zona industrial, contaminada de plomo y sulfuro por las fábricas y las tabiqueras del lugar; casi no había allí árboles ni plantas, y su hijo podría sufrir las consecuencias graves del ambiente, le advertían. Según eso, nací así por esas razones; pienso, también, que era por la mala alimentación de mi mamá. Después, las doctoras explicaron que me había faltado calcio, fósforo y vitaminas.

Ya tenía yo tres años, y mi mamá andaba preocupada porque no hacía el esfuerzo por levantarme; ni siquiera lo intentaba apoyándome con sillas o la cama. Tampoco gateaba. Nomás me movía a rastras, con mis piernitas chuecas. Decía mi mamá que, por ese tiempo, nos vinimos a vivir para acá.

En aquel entonces, acababan de poner una clínica del Seguro; fue donde me atendieron. Según le dijeron, después de revisarme con cuidado, tal vez yo nunca podría andar, por problemas de raquitismo; había crecido estevado, como charro. Explicaron que también había otra enfermedad, al revés, con las rodillas juntas y los pies separados: la de los zambos; pero que se debían a razones parecidas. Confundidos, mis amigos siempre me dijeron zambo.

Esas doctoras fueron lo mejor que me pasó; hicieron hasta lo imposible para resolver mi problema, pero dudaban de su éxito. Fui a todas las curaciones, pero no me pude aliviar. Descuidé la escuela, apenas terminé segundo de primaria y sólo aprendí a medio leer, escribir y hacer cuentas. Con eso me quedé.

Pasé mi niñez y juventud, entre penurias. Ya tenía 21 años, y los sueños me quitaban el sueño. Fue cuando conocí a Matilde, hermosa la chamaca. Pensé que ella me ayudaría a recuperarme de lo que siempre me hizo renegar: que nadie se fijaría en mí, con piernas chuecas, con dificultades para tenerme en pie, flacucho, chaparro, lleno de barros. Me sabía un espanto. Ella era la mujer que, en mi fantasía, estaba siempre a mi lado, me tomaba amorosa para llenarme de besos. ¿Ella se estaba enamorando de mí, o yo del amor? Ya no envidiaba a mis hermanos; a los tres les iba muy bien con las muchachas. Hasta Fermín, el más chico, de 16 años, traía loca a una amiguita.

Para enamorar a Matilde, me lavaba todos los días y me peinaba. Me conseguí dos botes con cemento endurecido, para levantarlos y fortalecer el pecho, aunque el reflejo de los aparadores siempre me gritaba la maldición de las patas chuecas. Seguí viendo a Matilde, y oía gustoso sus pláticas. Hasta que, un día, sus papás se la llevaron porque se iban de mojados a Texas; ella no se despidió de mí, y nunca supe más de ella. Sentí una desesperación terrible, creí morir, me emborrachaba y me abandoné. Salí de mi casa y dormía en las calles. Pensé que estaba perdido para siempre.

Los hijos de mis hermanos me salvaron. Una vez, por casualidad, me hallaron tirado en un resquicio. Me estuvieron visitando y, tiempo después, me pidieron que les ayudara a salir adelante, pues sus padres ya no podían con tantos hijos. En la plaza comercial del barrio, cerca de los cines, conseguí chamba de “viene viene”, donde trabajo desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche, de domingo a domingo; a veces, también me encargan los clientes que les lave su coche. A mis sobrinos les doy parte de lo que gano de propinas, para que ellos no sean inútiles, como yo.

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