Se dice en el barrio

Malabares en 60 segundos

Cuando niño, Román viajaba en sueños con las narraciones de su papá. Los abuelos murieron antes de que él naciera, pero le emocionaba que Cosme les hablara de ellos; decía que, en el circo, eran la atracción principal. “Román el Magnífico” era presentado con redobles de tambor; el público guardaba silencio ante ese valiente que recorría de lado a lado la cuerda floja, mientras lanzaba bastones encendidos y los obligaba a hacer círculos flamígeros o espadas metálicas que le obedecían como si fuesen sus brazos. Al final, el público enloquecía ante la “Voladora enigmática” (con antifaz negro en la cara); de cabeza, con los pies asentados en el cable que la elevaba, saltaba a un trapecio donde, recostada, hacía yoga en el viento y danzas árabes con música aérea. Aparte del tradicional número de los payasos, Román y la “Voladora” eran la atracción principal. Pero, una noche, ella cayó de las alturas y la tuvieron varios meses en un hospital y otros más en su casa. Una modesta indemnización permitió a la pareja retirarse al barrio, donde llevaron una vida anónima en su casa de adobe.

Allí nació Cosme. Ya grande, se enamoró de Alba, con la que tuvo tres niños. Cuando los padres de él murieron y, poco después, también su mujer, atendió a sus hijos, con las dificultades del caso.

Romancito, Alba y Susi (la menor) debían apoyar a su papá, al que una enfermedad congénita dejó impedido. Sin televisión que los enajenara, cada noche Cosme relataba a sus hijos su propia vida y la de los abuelos cirqueros; les enseñó los secretos del malabarismo que su padre le heredó. En los chicos crecía la admiración por los viejos, y el interés por los cirqueros. Hacían ejercicios y pruebas, a costa de ventanas y espejos rotos, caídas, moretones y raspones. Pensaron, con Cosme, que ya podrían seguir a los abuelos.

Un día, ante ellos, el papá soltó el llanto: no los podía mantener. Los chicos decidieron probar suerte. Román propuso que, así, cooperarían con la casa y rendirían homenaje a los abuelos, a quienes nunca conocieron, pero admiraban.

Buscaron una esquina muy transitada, donde un semáforo dirigía el paso de los autos y el rojo duraba 60 segundos. Lo habían estudiado, para medir el tiempo de sus malabares.

Román se colocó como poste; Alba subió a sus hombros; él, con manos como estribo, impulsó a Susi para que llegara con su hermana y trepara hasta arriba. Le pasaron cinco aros, con los que ella trazó varias artes en el viento frío y los revoloteó en sus manos. Con un silbato, Román marcaba el ritmo, para que Susi no perdiera el compás y los conductores se impresionaran, en menos de 60 segundos. Varios rojos después, dejaron los aros en la acera y Susi volvió a trepar a la cumbre, ahora con un hula; arriba lo hizo girar en la cintura, mientras que sus hermanos le arrimaban seis clavas con que mostraba sus habilidades. Unos se detuvieron para disfrutar los malabares, varios conductores permanecieron, ya con el semáforo en verde, hasta que los de atrás tocaron la bocina. Les arrojaron al piso algunas monedas, que los chicos recogieron para llegar, cansadísimos pero entusiasmados, en la noche, a su casa y narrar a Cosme sus aventuras. Él siempre los previno: “tengan cuidado”, decía, “hay gente mala onda que les echará el auto encima, les gritará que estorban o hasta querrá quitarles el dinero”.

En otra ocasión, unos muchachos le gritaron, agitados. “¡Señor, señor! Unos policías se llevaron a sus hijos”. “¡Llévenme!”, les exigió; la voz se le ahogaba en la garganta. En la delegación, un funcionario dijo que tenían un acta administrativa, por dos razones: la primera, porque no tenían permiso para trabajar en la calle; la segunda, porque una menor de edad (Susi) andaba entre los autos, expuesta a ser atropellada o raptada. El papá explicó al delegado que no pedirían el permiso de la autoridad, porque sus hijos sólo salían de vez en cuando, para ayudarse en los gastos escolares; si no los querían allí, deberían darles una beca por todo el tiempo de estudios; el responsable del despacho intercambió con sus colegas, en otros escritorios, miradas de desconcierto: ni las autoridades municipales ni las estatales becarían a los jóvenes. Respecto de la menor trabajando en la calle, Cosme dio su palabra de que no lo volverían a hacer. Después de dos horas, los dejaron ir a su casa, sin más consecuencias.

Desde entonces, Susi fue sustituida por una muchacha, de cuerpo más menudo y delgado, amiga de la familia, que sabía hacer malabares muy novedosos, y ya era mayor de edad.

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