Salir del rancho
Dalia va corriendo en el cerro. Le encanta sentir que el viento le pega en la cara y le enrojece las mejillas, sobre todo después de una noche de lluvia suave. Todavía a oscuras, salió de su casa al nixtamal, en el pueblo; desde la madrugada hay una cola muy larga. De regreso, va a estar pegada al fogón: su mamá le pidió que le ayude con las tortillas, pues viene Pueblito, de Querétaro. También van a venir los parientes del rancho, por lo que se necesita tener el tazcal grande lleno de tortillas.
A mediodía fueron llegando del arroyo los parientes; otros bajaron de La Cruz; los que atienden la tiendita de abarrotes, en el centro, son los más atrasados. Todos llegaron con algo para cooperar en la reunión. La chiquillería se amontonó alrededor de la tía Pueblito, quien traía algunos regalitos, sobre todo para los chamacos. Aunque ella no tenía mucho dinero, podía darse el lujo de llevar cositas al rancho, pues, en el barrio, hacía el aseo en una casa y, después, cocinaba en la fonda del mercado; tenía dos sueldos, que le permitían ir al pueblo, una semana en junio y unos días en diciembre.
Desde pequeña, en el rancho, le oyó decir a su papá “todo comienzo llega a su fin”. A esa niña le parecían palabras mágicas, pues no sabía qué significaban. Ya adulta, Pueblito las repetía pues, como en esta ocasión, tenía que regresar a la ciudad. Había platicado con su hermana y su cuñado, para que dejaran que Dalia se fuera con ella a Querétaro; la muchacha debía ir a la escuela, para que le fuera mejor en la vida. Con dolor de su corazón, los padres accedieron, pero le pidieron a la chica que se le pegara a su tía cada vez que viniera al rancho.
Llegaron las dos mujeres al cuarto de Pueblito, en el barrio. Se acomodaron como pudieron, siguiendo esa conseja según la cual “donde cabe uno, caben dos”. Pueblito le consiguió a Dalia un trabajo; le garantizaron buen salario por asear la casa y cocinar a la familia; le prometieron, además, que podría ir a la secundaria “aquí cerca” (se referían a la escuela pública de cinco calles más allá). Pueblito estaba satisfecha de cumplir con su compromiso, y Dalia veía que sus sueños se realizarían, aunque ya no podría correr en el monte en la madrugada, al ir al molino.
Pasó mes y medio, y la mujer se sintió inquieta al ver que su sobrina perdía el ánimo. Al principio, pensó que echaba de menos a sus papás y a sus hermanos, en el rancho; pero creyó tranquilizarse al oír la respuesta de la sobrina: “sí, los extraño, pero ya se me pasará; así son los cambios, y yo nunca había salido de mi casa”. Pero Pueblito seguía preguntándose por qué Dalia seguía como “si no se hallara”. Sospechaba que algo más grave pasaba, hasta que, dos meses después, la chica comenzó a embarnecer; sobre todo, le crecía el vientre. El dueño de la casa donde ella trabajaba se aprovechó de que la chica debía servirle, y ella creyó que “también ésa” era su obligación. Hoy, Dalia carga un niño en su rebozo y, frente al semáforo, espera el rojo, para caminar entre los autos, pidiendo una “cooperación”.