Se dice en el barrio

Una visita al rancho

Desde hace días, mis hijos querían ir. No creen que en aquella época nos urgía salir de allá, pues llevábamos tiempo de novios, pero −sin trabajo ni estudios− no podíamos casarnos (como se decía: no teníamos oficio ni beneficio). Queríamos ir a los Gabachos, para trabajar y ganar buen dinero. No llegamos lejos: nos quedamos en Querétaro. Una empresa nos dio chamba, pero, por no haber estudiado, nos pagaba mal. Con el tiempo, nos compramos una casita (para pagar en veinticinco años); todavía no es nuestra, pero de grano en grano llena la gallina el buche. Hoy nos va mejor en el trabajo.

Después, nos nacieron tres hijos: nuestro orgullo. Ya están en la prepa, y no queremos que les pase lo que a nosotros. Antes del regreso a clases, quisimos llevarlos al lugar donde nacimos y crecimos. Ahí captarían parte de lo que ha sido base de nuestra vida.

El viernes llegamos tempranito a la central, porque a las seis de la mañana salía el camión rumbo al rancho. Desde el día anterior, mis hijos eran los más entusiasmados con los preparativos para el viaje: Mauro fue al mercado por fruta y lo que se necesitaba para las tortas del camino; Chinto sacó de ropero y cajones la ropa que ya no usábamos, para regalarla en el rancho; a su vez, Ari reunía todos los juguetes en buen estado para darlos a los niños de allá. Vicente y yo, sentados, sólo los veíamos: nuestros hijos saben hacer las cosas cuando realmente les interesa.

Durante el trayecto, el paisaje fue cambiando. El asfalto de las calles fue sustituido por caminos de terracería y surcos para la siembra; postes de luz y semáforos dejaban su lugar a árboles, nopaleras, huizaches y terraplenes. Casi para llegar al rancho, fuimos reconociendo los lugares a donde íbamos a la primaria, espacios donde jugábamos, el edificio municipal, la clínica, etc. Ahora éramos Vicente y yo los que, sonriendo, no parábamos de hablar: a voz en cuello les decíamos a los hijos qué lugar era ése, con quiénes nos reuníamos por acá, qué aventuras habíamos tenido allá, dónde nos habíamos tomado de la mano por vez primera. Me sorprendió que, al llegar a la terminal, los demás viajeros nos aplaudieron porque ni ellos −dijeron− habrían explicado tan bonito lo que decíamos a nuestros hijos. Para llegar realmente al rancho, tuvimos que tomar otro camión, más destartalado y sucio que el primero.

Ya en casa de tíos y primos, nos sentimos como príncipes. Los parientes nos atendían, como si fuésemos de otro mundo. En la noche, al quedar solos en el cuarto que nos asignaron, Chinto dijo que se sentía incómodo por la generosidad con que nos trataban; Mauro le hizo entender que, más bien, los parientes se sabían anfitriones y querían que estuviéramos a gusto durante la visita. Fue Ari la que nos hizo entrar en razón: “nos quieren, dijo; por eso, buscan que estemos a gusto”. Vicente agarró la onda y nos dio la pista a todos: “debemos entender que es un privilegio para ellos que gente de ciudad, como nosotros, los visite. Ahora nos toca que se sientan orgullosos de su mundo y les expresemos nuestra admiración”.

Los días siguientes fueron de maravilla. Nos llevaron por veredas conocidas sólo por gente de allá, desde donde se veían cerros y llanuras enormes (nos parecía estar en la Tierra Prometida). Nos llevaron a ordeñar vacas y beber leche recién salida de la ubre. Nuestros hijos nunca se imaginaron que disfrutarían tanto lo que acababan de cosechar, y que pudiéramos decir que, “con el sudor de la frente, nos habíamos ganado el almuerzo”. Pudieron levantar en la mañana algo de lenteja y garbanzo que, a mediodía, nos comimos. Nos dimos cuenta de lo que mucha gente ni se entera: que vive del trabajo de los demás, hasta de las abejas y los murciélagos. Pudimos valorar que cada uno se debe a todos, que nadie se basta a sí mismo. En tal sentido los de la ciudad viven del campo; los del monte usan lo que se hace en la ciudad.

Por la mañanita, en una pileta nos lavamos la cara y nos escobeteamos (así dicen, en lugar de “peinarse”). Después de almorzar, los primos les pusieron unas máscaras y camisas de manga larga a nuestros hijos, para traer miel de las colmenas. Después, fueron a cosechar calabacitas, elotes y tunas coloradas. Dejaron todo en la cocina y se fueron a montar unos potrillos. Mientras, los adultos nos llenamos de conversación y recuerdos. Al otro día nos despedimos prometiendo que regresaríamos pronto.

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