Elecciones en Europa
La extranjera
Por: Mariana Díaz
No he presenciado un periodo de campaña para comicios presidenciales en Francia, pero el 25 de mayo se eligió a los diputados de la Unión Europea, y me sorprendió la poca propaganda política. Sólo colocaron afiches en ciertos puntos de los pueblos y de las ciudades. Eran todos del mismo tamaño y puestos uno junto a otro para que la gente al pasar pudiera observarlos a cada uno por igual. Claro que también se le dio difusión a las campañas por televisión y radio, pero cualquier turista despistado bien podría haber pasado estos días aquí, sin darse cuenta de que en toda Europa se estaba tomando una de las decisiones más importantes del año.
De entrada, fue inevitable comparar este escenario con lo que sucede en México cada seis años -y luego cada tres durante los procesos locales-, cuando la propaganda tapiza todos los espacios públicos y no de manera equitativa… Las caras y lemas de ciertos candidatos ocupan más espacio que los de otros. Me dio un poco de envidia observar que el gasto destinado a estos propósitos no evidencia un despilfarro similar al que se presume en nuestro país. Sin embargo, hubo otros aspectos que me interesaron aún más: Francia, siendo un país que normalmente se inclina por los partidos moderados, esta vez le dio la victoria al Frente Nacional, el partido de ultraderecha euroescéptica, liderado por Marine Le Pen.
Para explicar un poco mejor, el euroescepticismo es el término que se ha acuñado para describir la decepción ante un proyecto que nació como promesa de paz y progreso solidario entre las naciones recién salidas de la Segunda Guerra Mundial, pero que en la práctica ha endeudado a todos sus miembros, los ha orillado a la privatización de sus industrias, y los ha dejado faltos de autonomía alimentaria… En resumen: sumisos a políticas incongruentes con la realidad particular de cada uno de ellos.
El resultado histórico de estas elecciones llama tanto la atención, que el primer ministro francés no dudó en referirse a él como un “terremoto político”. Huele a que algo en la opinión pública está cambiando profundamente. Y es que la popularidad de esta tendencia no se refleja sólo en la victoria de los nuevos eurodiputados; en general, el euroescepticismo está cobrando cada vez más fuerza entre los ciudadanos… Una nueva preocupación para la élite de la UE.
Sin embargo, dentro de esta nueva fuerza hay una gran variedad de posturas, y la del Frente Nacional tiene mucho de xenófoba. Algunas de sus propuestas son el cierre de sus fronteras y la expulsión de los inmigrantes; de hecho, sus alianzas las ha establecido con otros grupos de corte racista, como el Partido de la Libertad, encabezado por el holandés Geert Wilders, así como con los partidos euroescépticos de Italia, Austria y Bélgica.
Si el desempleo, la delincuencia y demás problemas se canalizan en un enojo hacia los inmigrantes, ¿será que se están fraguando los odios que legitimen una tercera guerra mundial? ¿O será que, más que un éxito de la ultraderecha, se trata de una derrota de la democracia?
En las elecciones europeas de 2009, el abstencionismo francés llegó casi al 60%, y si bien en esta ocasión el índice descendió, todavía continúa por encima del 56%. Que más de la mitad de la población se abstenga de votar es un síntoma escandaloso para cualquier régimen que se diga democrático. Y que sólo un 25% de los votantes -11% de toda la población en edad de votar- pueda decidir quién obtiene la mayoría de escaños en el parlamento es prácticamente ilegítimo.
Los medios de comunicación se refieren a la victoria del Frente Nacional, en Francia, y a la popularidad del euroescepticismo en toda Europa como un resultado alarmante: Francia al borde del racismo.
“¿Qué hicimos mal?” se preguntan los socialistas que dirigen el país, al lado de François Hollande. Por lo que he podido platicar con franceses de distintas tendencias ideológicas, esa pregunta es muy fácil de responder: Los socialistas, al igual que la derecha moderada en tiempos de Sarkozy -o incluso más, se comenta ente los inconformes-, se han doblegado ante políticas europeístas que poco responden al verdadero interés nacional. Todo esto parece lejanísimo a asuntos que como mexicanos nos podrían interesar más allá de una mera curiosidad, pero no lo es tanto.
La Unión Europea (UE) integra en una asamblea a 750 diputados encargados de representar los intereses y necesidades de sus países de origen. Es en este sentido que cada país promueve las iniciativas convenientes para él, de acuerdo con sus propias condiciones geográficas, culturales, económicas.
A esta explicación escueta hay que agregar los intereses propios de cada diputado o grupo político… Ya podrán imaginarse ustedes que si son veintiocho países, y de cada uno de ellos hay cierta cantidad de representantes de izquierda, de derecha, ecologistas y demás corrientes, las divergencias son profundas a la hora de tomar decisiones. Para resolver esa falta de consenso, existe la Comisión Europea, cuyo “derecho de iniciativa” le permite establecer políticas y vigilar que estas se ejecuten al pie de la letra en todos los países miembros. En caso de que alguno de ellos se resistiera a ponerlas en marcha, la Comisión tiene la facultad de implementar medidas coercitivas, entre ellas, la imposición de una multa del 0.1% del PIB.
Es decir, si el gobierno francés resolviera que las directivas impuestas por la UE le perjudican a Francia y, por lo tanto, decidiera no implementar alguna de ellas, la Comisión Europea estaría en todo su derecho de hacerles pagar una multa correspondiente a 2 mil millones de euros, cifra cercana a los 35 mil millones de pesos mexicanos.
Por otra parte está el Banco Central Europeo, encargado de determinar el presupuesto de la UE, de autorizar la impresión de billetes, y de vigilar que todos los países miembros acaten las políticas económicas dictadas por él. De acuerdo con el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, “[…] Las instituciones, órganos u organismos de la Unión, así como los Gobiernos de los Estados miembros, se comprometen a respetar este principio [de autonomía] y a no tratar de influir en los miembros de los órganos rectores del Banco Central Europeo y de los bancos centrales nacionales en el ejercicio de sus funciones.”
Cuando un país ha perdido su derecho para gobernarse a sí mismo, es absurdo pensar que quienes lo dirigen tienen intereses genuinos por el bien del pueblo. Entonces, ¿a quién le conviene dirigir esta Europa endeudada y cuyas principales industrias han tenido que privatizarse? La respuesta parece evidente: a los bancos.
Bajo la premisa de que las políticas neoliberales reducirían el desempleo y mejorarían la economía, los países miembros de la UE han abierto sus mercados y sus fronteras, han unificado su moneda y han cedido gran parte de autonomía para gestionarse.
Palabrotas como “productividad”, “privatización”, “competitividad” y “libre mercado” han definido el rumbo de Europa, sobre todo en las últimas décadas y el resultado es cada vez más inquietante. Creo que la verdadera pregunta que hay que responder urgentemente y en todo el mundo es: ¿A quién le beneficia y le preocupa conservar estas líneas para dirigir la política internacional?
La apertura de PEMEX a la inversión privada y, en general, las reformas estructurales que parecen entrar triunfales por la puerta trasera, evidentemente responden a intereses mucho más poderosos que los de nuestros políticos mexicanos. Es ahí donde importa encontrarle sentido a las placas tectónicas de la política internacional.
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