Opinión

FUNERAL ÑAÑHO

Por: Agustín Escobar Ledesma

PARA DESTACAR: Las mujeres que acompañaban al difunto, entonaban algunas tristísimas letanías que conmovían el paisaje… los cánticos, en idioma español, eran leídos por una señora en un pequeño libro… tal vez se los sabía de memoria porque, la lengua materna de las mujeres congregadas en el velorio es el ñañho u otomí y nueve de cada diez no sabe leer ni escribir en español.

La señora Macaria Sabino no solo tiene dos hijos desaparecidos, sino que, el día en el que llegué a su casa, otro de ellos, Pedro Pascual Sabino, estaba tendido, debido a que había fallecido un día antes y ahora su cuerpo yacía dentro de un féretro de reluciente madera de caoba, cuyo acabado de brillante barniz contrastaba con el interior del cuarto de piso de tierra en el que se hallaba, de cuyas paredes desnudas de tabicón blanco, colgaban algunas bolsas de plástico, prendidas por taciturnos clavos oxidados.

Realmente fue un inesperado momento dentro de mi investigación periodística “La memoria de nuestros nombres. Migrantes queretanos desaparecidos”.

En el interior de la reducida habitación, sentadas en sillas de plástico, se encontraba una docena de personas, la mayoría de ellas mujeres, recargadas en los muros, rodeando el féretro que tenía levantada una tapa por el que los dolientes se asomaban a ver por última vez el moreno y cadavérico rostro de Pedro; en el suelo, algunas de las personas tenían jarros con café de olla, tapados de la boca con bolillos.

Cuando llegué a la choza de la señora Macaria apenas eran las diez de la mañana y ya el Sol abofeteaba con saña; como la vivienda está entre el monte, hube de caminar medio kilómetro por una vereda bordeada de espinosos nopales y piedras sueltas de un suelo tan duro como la vida de los lugareños. Cuatro famélicos y furiosos perros salieron a darme la bienvenida con ladridos y sus colmillos listos para defender la plaza, sin embargo, una piadosa mujer los ahuyentó a palos.

Por supuesto que yo no sabía que la señora Macaria tenía a su hijo Pedro difunto. De haberme enterado, habría pasado a su casa en otro momento, sin embargo ya estaba ahí, en el patio de la choza presidido por un fresno, en cuya copa había un gran número de zumbadoras abejas libando flores; mientras, a ras de suelo, un grupo de mujeres enredadas en rebozos atizaban el fuego en el que estaban sentadas tres negras ollas que le abrían las puertas al aromático café de velorio.

Adentro, las mujeres que acompañaban al difunto, entonaban algunas tristísimas letanías que conmovían el paisaje; sus voces eran pequeñas y agudas como las espinas de los mezquites que rodeaban la choza de la señora Macaria; los cánticos, en idioma español, eran leídos por una señora en un pequeño libro. Aunque después pensé que tal vez se los sabía de memoria porque, la lengua materna de las mujeres congregadas en el velorio es el ñañho u otomí y nueve de cada diez no sabe leer ni escribir en español.

El estoicismo de la señora Macaria me sorprendió. Cuando imaginé que encontraría a una mujer devastada por la defunción de su Pedro, vi una mujer, ciertamente triste por la pérdida, pero entera. Fue por esta causa por la que me atreví a preguntarle por sus dos hijos perdidos, de acuerdo a la información que previamente había recabado con los vecinos, sobre esta mujer que velaba a su querido hijo fallecido a causa de la diabetes mellitus, algunos meses después de haber regresado de trabajar en Estados Unidos.

La verdad es que cuando llegué a la casa de la señora Macaria y advertí que me había metido en medio de un funeral, me disculpé y le dije a la madre del difunto y a Karina, hermana del muerto, que regresaría una semana después porque me daba mucha pena interrumpir el ritual. Sin embargo, dijeron que no me preocupara, que ellas de cualquier modo me proporcionarían la información e incluso se dieron a la tarea de buscar fotografías de los dos jóvenes desaparecidos en Ciudad de México, sitio al que se habían ido para trabajar como ayudantes o chalanes de albañilería, que en el ámbito de la construcción representan la escala más baja y son identificados peyorativamente como macuarros.

La señora Macaria conserva las fotografías de sus hijos en una vidriera. Uno de ellos, Rubén, aparece en una imagen tomada en la Basílica de Guadalupe en la que se puede apreciar a sus espaldas, una escultura de san Juan Diego de albo mármol, con el clásico guangoche con rosas. Es una foto tomada hace alrededor de 23 años, cercana al momento en el que se perdió, en aquel momento Rubén tenía 20 años de edad.

El otro de los hijos de Marcaria, Alfredo, está fotografiado con una camisa blanca, antes de 1994, año en el que se perdió, a la edad de 23 años. Las fotografías son viejas y el paso de los años, el polvo y la luz las ha decolorado. Sin embargo, es lo único que conserva la señora Macaria para que sus hijos sigan anclados a su memoria y surtan la fuente de lágrimas cada vez que los ve.

A las tres de la calurosa tarde, cuatro de los delgados, correosos y resistentes hombres asistentes al velorio se echaron el ataúd en hombros y se encaminaron por las veredas del cerro; cuando se cansaban, eran sustituidos por otros y así se pasaban la pesada estafeta, avanzando penosa y lentamente, hasta llegar al templo mayor de San Miguel Tlaxcaltepec, en donde el párroco ofició misa de cuerpo presente a las cuatro de la tarde.

Las mujeres de la comunidad llegaban a la iglesia con ramos de flores, recién cortadas en sus macetas, abrazando en su regazo gladiolas, alcatraces y crisantemos. En el sermón, el párroco echó mano, en varias ocasiones, a la palabra resignación para que los deudos encontraran la paz por el eterno descanso de Pedro. En realidad esa palabra, resignación, es muy conocida entre la población ñañho porque siempre es pronunciada por los sacerdotes en el interior del templo mayor: resignación ante la adversidad, resignación ante la vida, resignación ante la miseria, resignación ante los patrones, resignación ante los gobernantes y, ante la muerte, resignación no podía faltar.

Después del ritual religioso la comunidad se echó en hombros a su difunto para llevarlo al panteón, en donde lo esperaba una tumba abierta con una cruz de madera en la cabecera con el nombre de Pedro Pascual Sabino, así como el alfa y el omega de su vida.

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