Opinión

La culpa es del Estado

Punto y seguido

Por: Ricardo Rivón Lazcano

@rivonrl

Existe una inversión en la que siempre se gana

y cuyo beneficio siempre cabe en el equipaje de mano,

no se puede perder, ni nadie puede robar: la educación.

J. Wagensberg

Si la culpa es del Estado, entonces de nadie es la culpa.

El Estado, esa “cosa” existente/inexistente que difiere tanto como las opiniones de los opinadores, incluidos, por supuesto, los expertos.

En cada definición de Estado se esconde el miedo a la desorientación, a la pérdida de rumbo que, de manera imperceptible, da lugar al triunfo del espanto y el conservadurismo.

Hay definiciones sofisticadas que atrapan la complejidad y la dinámica de la realidad real, sin embargo, el cerebro hace con ellas lo mejor que sabe: las cosifica. Pero, con todo y que el cerebro sabe que “todo lo solido se desvanece en el aire”, no se atreve a abismarse. El vértigo no va con el orden neuronal que impone el cerebro mismo… y la mente condicionada.

El Estado no es el reino de la razón, dice Marx, sino de la fuerza; no es el reino del bien común, sino del interés parcial; no tiene como fin el bienestar de todos, sino de los que detentan el poder; no es la salida del estado de naturaleza, sino su continuación bajo otra forma.

El Estado es el reino de la sinrazón, por ello la vileza le es consustancial.

La supuesta consistencia científica del marxismo sucumbió, en la praxis, a su propia definición. Utopía sangrienta de, al fin, el interés parcial. Una profecía autocumplida.

Pero así como la globalización no existe sin lo local, el Estado no existe sin humanos y sus interacciones. No de cualquier hombre o mujer, sino de ciertos humanos que ocupan ciertos espacios y cumplen ciertas funciones. Digámoslo de una vez, no todos los habitantes de un país son responsables del funcionamiento del Estado, aunque formen parte de él.

El Estado, dijo Schopenhauer, no es más que el bozal que tiene por objeto volver inofensivo a ese animal carnicero, el hombre, y hacer de suerte que tenga el aspecto de un herbívoro.

El bozal se afloja con el uso y con el descuido, se debilita, el animal carnicero se muestra sin matices.

Nuestro mundo civilizado, continúa Schopenhauer, no es más que una mascarada donde se encuentran caballeros, curas, soldados, doctores, abogados, sacerdotes, filósofos, pero no son lo que representan, sino sólo la máscara, bajo la cual, por regla general, se esconden especuladores de dinero.

Aquí, los resortes fundamentales de las acciones humanas, potenciadas en aquellos que ocupan “funciones de Estado”, (resortes que se despliegan en un sinfín de motivos declarados):

Primero el egoísmo, que quiere su propio bien y no tiene límites; después, la perversidad, que quiere el mal ajeno y llega hasta la suma crueldad, y últimamente la conmiseración, que quiere el bien del prójimo y llega hasta la generosidad, la grandeza del alma. Toda acción humana refiere uno de estos tres móviles, o aún a dos a la vez.

Juzgar y tener ideas propias se dice fácil y uno acaba por creerlo. Ambas cualidades faltan de una manera increíble, no hay ideas sino lugares comunes y de ahí las acciones y sus móviles. La algarabía del lugar común contrasta con la tristeza de la existencia.

De nueva cuenta Wagensberg.

-Para tener ideas originales, extraordinarias y quizá hasta inmortales, sentencia Schopenhauer, basta quedar extraño completamente al mundo y a las cosas por un momento.

-Educar no es llenar, sino encender.

-El buen estímulo a favor del conocimiento está en las paradojas que surgen entre lo que vemos y lo que creemos, por tal cosa la realidad no se puede reemplazar por nada mejor a la hora de buscar estímulos. (¿Por qué no dedicar un día de la semana a salir del aula para visitar la realidad que es, por cierto, lo que tenemos más a mano?).

-Enseñar a alguien es llevarlo, de la mano de la conversación, hasta el borde mismo de la comprensión.

-Se puede estimular y conversar, pero comprender, lo que se dice comprender, se comprende siempre en la más estricta soledad.

-Diez personas pasean y conversan (método peripatético); 40 escuchan y quizá pregunten, pero ya no conversan; 100 son espectáculo, y 500, ceremonia.

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