La socialización del crimen
Por Ricardo Rivón Lazcano
Cuando la muerte tiene permiso ya no tiene que pedir permiso. Pero no es la muerte nomás así, es ella y todo el séquito de servidores voluntarios que se creen portadores de ingenio, inventores de problemas y soluciones estrambóticas. El juego emocionante de no acabar porque nunca se empezó.
Sabrá Dios que tan probable sea que el proceso de disminución de la violencia se presente cierto o falso, lento o viceversa. Parece no haber motivos inmediatos para ver el futuro con optimismo. Que la policía nacional es buena idea es cosa de especialistas en policía y en esperanzas. Pero también tenemos un gran aparato atrofiado dedicado a la impartición de justicia o lo que en los hechos eso signifique.
Preocupa, particularmente, que la derrota cultural avance tan campante mientras nosotros damos rienda suelta al discurso estridentista de la sangre escurridora mientras sólo atinamos a aposentarnos en el pedestal de la moral superior, el de la inocencia que permite repartir juicios de valor que se quedan en la orilla del acto violento. Si no es que son ya acto violento en sí mismo.
Preocupa ese lenguaje en el que se vuelve habitual satanizar al otro por el hecho de pensar distinto. Preocupa la ausencia total de autocrítica, de tal manera que se sirven con la cuchara grande de la autocomplacencia: pueden difamar, mentir, impostar la inocencia y todo lo que tenga que ver con lo humano a secas. Otra vez son los teólogos de sí mismos. Adoradores de sí mismos, son ellos sin otros. Parece haber mucho por hacer pero parece que no hay nada que hacer.
En el vasto relato nacional se ha vuelto común hablar de homicidios, de asesinatos, y que la gente pida con tanta alegría pena de muerte y escuadrones de la muerte. En la vida cercana, en la conversación coyuntural evadimos el acuerdo común. Se traiciona para luego acusar de traidor al otro. Se cultiva el lenguaje de la violencia para poder seguir regenteando recursos a favor de la pasión oculta que es la ambición del poder.
Ahí donde sí podemos hacer algo no hacemos gran cosa. En lugar de cambiar el enfoque y el lenguaje, intensificamos su uso adicionando elementos como el terror y el desorden, la confusión y el caos. Y luego tirar una línea confusa de salida, un hilo que promete salir juntos del laberinto para quedar en la promesa perpetua.
Cambiar el lenguaje no es proyecto cuando se trata de manipular emociones. Cambiar el lenguaje podría traer beneficios en el mediano plazo pero parece que estamos desesperados por los beneficios inmediatos.
Debemos exigir a todos los actores públicos que sean responsables en el uso del lenguaje. Y nosotros somos actores también. Junto a ello, pegadito e inseparable, está nuestra manera de pensar la violencia. Y también hay mucho que hacer, pero es posible, hasta fácil de hacer. La violencia la usa la sociedad –dice Fernando Escalante–, la usa cualquier sociedad para muchas cosas: sirve para regular relaciones sociales y fenómenos sociales. La violencia es productiva y hay un grupo de profesionales de la violencia: policías, militares, contrabandistas, guardias privados, cadeneros, porteros de discoteca. Lo que hay que preguntar es, ¿en qué circunstancias una sociedad necesita de pronto más violencia para resolver qué clase de problemas?
Hay relaciones que antes ni pensar que requerían dosis alguna de violencia. Pero nos sucedió el cambio y de pronto muchos actores sociales empezaron a utilizar mucha violencia para resolver cosas. Incluso se inventaron cosas para resolverlas con violencia o, de nuevo, la derrota cultural.
¿Qué relaciones son las que de pronto piden violencia o qué circunstancias aumentan el número de profesionales de la violencia?
En esta crisis de seguridad si algo ha aumentado en México es el negocio de la seguridad privada: todo mundo está contratando gente armada. Ya estamos simplemente aumentando el número de gente dispuesta a la violencia.
Pensar la violencia en noviembre de muertos
Escogí a Héctor de Mauleón en la más reciente edición de Nexos: Tenemos dos narrativas sobre la violencia. Una dice: el Estado intervino, el tráfico de drogas se dificultó, los cárteles entraron en guerra y eso trajo como consecuencia la violencia que estamos viendo. La segunda línea narrativa dice que el Estado intervino, pero intervino mal o precipitadamente, y eso desató lo que está pasando. Lo que esas líneas narrativas no nos explican es por qué la brutalidad creció cualitativamente desde 2007-2008. Se dice que los grandes cárteles se atomizaron y que desde entonces pequeños grupos rebeldes y sin control andan pegando en todas partes, lo que daría la idea de que se ha avanzado en algo: en desmembrar grandes organizaciones para dejar sueltas a otras más pequeñas. ¿Pero ésa es una narrativa del triunfo o del fracaso? Porque hasta ahora lo único claro es que la violencia dejó de ser esporádica para volverse sistemática y con niveles de brutalidad nunca antes vistos.
Lo que ya es inevitable es que éste es el sexenio en el que se levantó el tabú de la sangre en México. “La muerte tiene permiso”, dice una portada de Nexos. Éste es el sexenio en el que México retomó culturalmente algo que en el siglo XIX ya habían contado Manuel Payno y Vicente Riva Palacio en El libro rojo: la pasión de matar de los mexicanos.
Tras la llamada década violenta, en los años treinta del siglo XX, finalmente se le puso cerco a esa pasión y la estadística de homicidios no hizo sino bajar. El cerco ahora se ha levantado. Y no sólo eso: se nos hizo asistir a la socialización del crimen. A un momento en el que cada vez los ciudadanos ofrecen menos resistencia al crimen.
Y también a Joaquín Villalobos: En términos generales la seguridad tiene dos pilares: el control social y la presencia policial. Estos dos elementos son los que van a definir si una sociedad va tener una mayor o una menor proclividad al delito… hay niveles de control social de todo tipo: de los trabajadores, de los comerciantes, de la presencia de los medios de opinión pública, de la presencia de la gente y la ocupación del espacio público en sus colonias. Hay maneras de reaccionar, de denunciar, de actuar, de fiscalizar; las marchas por la seguridad (…) hablan también del control social: de una sociedad demandante de seguridad que exige el aislamiento de las estructuras criminales. Todo ello genera condiciones para que no exista una densidad criminal como la que hay en el norte, a pesar de que haya mercados de consumidores. (El sur) tiene otro tipo de violencia, pero se trata de un estado muy rebelde, con población activa, organizada, que tiene formas de control que impiden la formación de estructuras criminales potentes. En el caso de los estados del norte, en cambio, esos equilibrios de presencia y participación social están rotos. Cuando está inhibida la sociedad, la coerción tiene que estar en primer orden para que la sociedad se active.
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