Logomaquia
Por: Efraín Mendoza Zaragoza
La guerra no son sólo tanques o soldados disparando. Como tampoco el amor se reduce a los arrebatos apasionados que le son propios a ese arte. Una parte importante de la guerra o del amor se libra en el campo de las palabras. Las palabras que usamos para nombrar las cosas tienen que ver con una concepción del mundo, no siempre explícita, y con intenciones encubiertas. Hoy, las palabras parecen estar más pensadas para ocultar que para mostrar. De ahí el sitio central en que se ha instalado la propaganda dentro de nuestras vidas. La propaganda enfoca sus baterías a las emociones y usa las palabras para impedir que las personas reflexionen. De ahí el revelador título del libro El que piensa pierde, que desenmascara la publicidad en nuestro tiempo.
En un reciente anuncio del Gobierno del Estado se hace decir a un anciano del Semidesierto queretano: “Lo que ustedes llaman carreteras, aquí le llamamos progreso”, una idea que responde a la misma matriz de la que parten los que ahora llaman “áreas de oportunidad” a los problemas. Esto viene a cuento por el tono y el contenido de las palabras que está empleando la clase política en medio de la crisis que vive el país. Cuando los hechos son bochornosos, ahí están las palabras para hacerlos parecer otra cosa. Hasta llegar a eso que los conocedores de la lengua llaman “logomaquia”, una discusión en la que se atiende sólo a las palabras, sin entrar al fondo de la cuestión ni el contexto. Donde los hechos dejan de importar y las palabras cobran vida propia para pelear entre sí. Se detienen en la forma, y nos quieren mostrar la cáscara como si fuera el fruto. Se detienen en la cáscara, la describen, la elevan a la más alta potencia y nos llevan al paseo mareador de las palabras, olvidándonos ya de los hechos duros y maduros.
Cómo olvidar al cansado procurador diciendo: “ya estoy cansado”, y los comentarios de repudio que desataron. Y cómo olvidar que cuando se desataron los jitomatazos verbales, los genios de la comunicación del procurador le aconsejaron que devolviera palabras, y eso hizo cuando salió a decir: “cuando dije ‘estoy cansado’ quise decir que estaba cansado de la violencia brutal…” Si al procurador lo bajamos de la logomaquia y lo devolvemos a los hechos, la explicación resultó más reveladora, casi una confesión de parte, pues ahora resulta que el procurador está indignado por lo que no hace el procurador, y habría que recordarle que en este país 98% de los crímenes que las procuradurías deben investigar, sencillamente no son castigados. Así, en lugar de ocuparnos del estado de ánimo de ese hombre, cosa que a los mexicanos para nada acongoja, debería estarse procesando al procurador por su evidente incapacidad para atender lo que se le confió.
Ante los políticos que no se contentan con la logomaquia e incluso llegan a hablar en lunfardo, para entenderlos hay que leerlos al revés. Por eso, cuando el presidente de la República quiso voltear la tortilla de la impunidad y recogió en su discurso el grito de guerra: “Yo soy Ayotzinapa”, de inmediato los padres de los desaparecidos reaccionaron y le pusieron un alto: “No, señor, tú no eres Ayotzinapa”. No sólo no le permitieron que usara su grito de guerra, le dijeron: deja de marearnos con palabras y ocúpate de la injusticia y la inseguridad.
Y luego vienen aduladores provincianos como el presidente estatal del PRI, Tonatiuh Salinas, pésimo aprendiz de los maestros de la distracción, que al intentar defender la ineptitud del primer priísta del país, exhibida de mil maneras en las redes sociales, soltó una graciosa frase que debería avergonzarle: “yo no me agravio, yo me encabrono”.
Que no mareen a la sociedad con palabras. Que no suceda como dice el satirista francés Maurice Joly en su Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu: “En todos los tiempos, los pueblos, al igual que los hombres, se han contentado con las palabras… Les basta con las apariencias, no piden más. Es posible entonces crear instituciones ficticias que responden a un lenguaje e ideas igualmente ficticias…”
Que no nos mareen, pues, con su logomaquia.