Sacrilegio para el sacrosanto futbol
Por Jorge Leonel Cabrera Huerta
La corona de espinas alcanza la frente del futbol. ¿Cómo va a ser? Ya no se respeta ni al sacrosanto deporte nacional del balompié. Sí, todos sabemos de la guerra contra el narco, y que si los miles de muertos, y que ya no se puede vivir así. Y si bien a Cabañas le dieron un balazo en la cabeza, fue en un antro, ¡no en el templo de la cancha! Además Cabañas regresó de entre los muertos, ¡como Lázaro…! Pero meterse con el soccer, en su terreno sagrado…, y provocar la cancelación de un partido: ¡Dios!, eso sí que es un sacrilegio, pecado mortal, infierno eterno para esos narcos y para el comando que se les atravesó.
La mera verdad es que a mí ni me gusta el futbol. Nunca fui muy amiguero y de pequeño prefería quedarme en mi casa, viendo caricaturas y leyendo cómics, que salir con esa manada de bestias salvajes que corrían tras un balón; se me hacía algo como de la prehistoria “uga buga ¡goool!”. Sin ofender, simplemente yo era pequeño y me sentía amenazado por los niños grandes; ahora pienso que debí correr más, así tendría carne en mis piernas y no sólo estos huesitos escuálidos.
En la adolescencia lo intenté para hacerme notar con las féminas ¡y vaya que lo logré! En mi partido debut (y despedida) metí un autogol (en defensa mía debo decir que el portero era un amigo de un amigo, al cual yo desconocía por completo); y además por pegarle a una espinilla en vez de patear el balón armé una batalla campal. Pero al final todos regresaron a jugar, porque el fucho es sagrado.
Cuando me enteré de una balacera en un partido de futbol, lo cierto es que no me sorprendió mucho, pues dadas mis experiencias siempre he visto este deporte (y muchos otros, no se diga el americano) como una canalización de la violencia inherente al ser humano: decidimos pegarle de patadas a un balón en vez de patear la cabeza de nuestros enemigos.
Lo primero que pensé fue que algún aficionado radical (como ese fan del Centeno que se echó a Lennon) había tomado justicia poética por un mal desempeño de su equipo. Dejé pasar la noticia de largo como un dato común de la nota roja, de ésos que hay tantos que ya para qué les pones atención, es puro morbo ¿no? Pero luego resultó que todos hablaban de ese hecho, y con indignación creciente: “¡Qué vergüenza que suceda esto en el futbol mexicano!” –decían–, y fue entonces cuando presté atención a los demás datos y me enteré de que había sido una balacera ajena al futbol.
Simplemente unos narcos pasaban por ahí, baleándose con un comando de municipales y soldados –ya saben, algo normal–, cumpliendo su labor cotidiana, como el correcaminos y el coyote. Pero tuvieron el mal tino de hacerlo junto al estadio TSM, donde la afición del Santos y el Morelia cheleaba y se pasaba un buen rato; y pues su desmadre interrumpió el partido a tal grado que… ¡Sacrilegio! ¡Se canceló! Entonces, claro, la sociedad mexicana se indignó: “Inédito en el futbol mundial”, dijeron, y –como si no fuera algo por todos sabido–, se cayó a la cuenta de “¡qué grave está la situación!”; tanto que ha llegado hasta el recinto sacrosanto del futbol.
Pues qué bueno que caigamos a la cuenta, pero esto no es algo nuevo. No lo digo sólo por los cuatro años de gobierno de Calderón, ni por la revolución liderada por bandidos hace un siglo, ni por la independencia llena de sangre de hace 200 años, ni siquiera por la conquista llena de sangre india; me refiero a lo que ocurre desde los orígenes, desde el uga buga de los primeros changos pensantes que mataron por poder o celos a otros changos.
El mismo Jesús dijo algo así como “si vosotros siendo malos no dais de comer un alacrán a vuestros hijos…”, no dijo “vosotros que sois buenillos…” ¡No!, somos malos y a veces hacemos cosas buenas. Así que no nos hagamos guajes, siempre ha habido violencia y siempre la habrá.
Y si en verdad nos interesa que esto cambie, hagámoslo desde nuestra trinchera; que si dejamos de comer carne de vecino, de mentársela al tráfico, y de ambicionar poder y comodidad (no importando sobre quién pasemos), tal vez entonces nuestros sacrosantos lugares estén a salvo y el hombre supere su condición de ser malvado. Tal vez entonces nos quitemos la corona de espinas autoimpuesta y podamos aspirar a la utopía de un mundo pacífico y feliz. Pero mientras tanto: ¡Que chinguen su madre los que provocan que se cancele un partido de futbol!