Opinión

Suicidio literario

Las lecturas del búho

Por: Rubén Cantor Pérez

Además de ser un estado tildado de “conservador”, en los últimos años Querétaro se ha colocado entre los primeros lugares en cuanto a suicidio se refiere, en especial entre los jóvenes. Un caso particular que engrosó esa cifra fue el del escritor Gerardo Arana, de tan sólo 25 años. De esta forma nos encontramos ante el tema de este artículo: el suicidio literario.

Desde sus orígenes, la literatura se ha asociado con la muerte. Mucho se comenta sobre que cualquier aspirante a escritor siempre terminará hablando sobre dos cuestiones: el amor o la muerte. No hay más, directa o indirectamente, su tinta se volverá miel o sangre (o miel con sangre).

Pero hay una distancia demasiado grande entre pensar la muerte y toparse con ella, cara a cara. Sin embargo, un gran número de escritores ha sabido concretar ese pensamiento en la forma del suicidio.

Algunos lo han hecho por un deseo de inmortalidad, al pensar de cierta manera en que a través de su deceso su obra se levantará poderosa, como en los sacrificios humanos, en donde se ofrendaba la sangre de algún desafortunado para rendir tributo a una deidad.

Otros, los más, recurrieron a esta práctica simplemente porque la vida los abrumaba, con todos los desasosiegos y presiones de la vida cotidiana.

El lector de este artículo tendrá un criterio propio sobre qué razón es más válida que otra, o pensará que ninguna justifica el desenlace de una vida y menos la de un escritor prominente como son los siguientes ejemplos:

a)      Ernest Hemingway: Se metió su escopeta en la boca y disparó.

b)      Malcolm Lowry: Congestión alcohólica combinada con una sobredosis de barbitúricos.

c)      Horacio Quiroga: Bebió un vaso de cianuro.

d)     Sylvia Plath: Dejó abierto el gas de la estufa de su casa, no sin antes tapar las puertas de las habitaciones de sus hijos con toallas.

e)      Alejandra Pizarnik: Ingirió 50 pastillas de Seconal sódico.

f)       Stefan Zweig: Él y su esposa se suicidaron ante el avance del nazismo.

g)      Cesare Pavese: Consumió una elevada cantidad de barbitúricos.

h)      Virginia Woolf: Llenó de piedras los bolsillos de su abrigo y se tiró a un río.

i)        John Kennedy Toole: Murió a los 31 años deprimido por la idea de nunca llegar a ser un buen escritor.

j)        Primo Levi: Se arrojó de un tercer piso.

k)      Yukio Mishima: Se encerró en un cuartel militar y tras pronunciar un discurso se hizo el harakiri.

l)        Jerzy Kosinski: Tomó barbitúricos e introdujo su cabeza en una bolsa.

Esta lista solamente sirve como una muestra de la problemática. Las razones varían en cada escritor y al final el privilegio de comprender esas muertes está destinado al lector, quien puede descifrar las motivaciones de los autores –a falta de su presencia– en sus propios libros. Es y será un tema controversial por siempre, y éstos no serán los últimos suicidios literarios de la historia, pues pareciera que cada escritor, al elegir esa profesión, aceptara tácitamente que uno de los efectos secundarios de la literatura es el suicidio.

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