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Paradojas de nuestro sistema social

Hay en La República de Platón un argumento que, con sus debidos matices, resulta recurrente: el gobierno debería estar en manos de “los mejores”. El problema siempre es definir quiénes y en todo caso porqué son los mejores. La respuesta socrática apunta al conocimiento filosófico; los mejores serían los sabios, los filósofos. La concepción contemporánea de la política, por su parte, apunta hacia el conocimiento técnico.

La gran apuesta del sistema social y político de las últimas décadas fue preparar funcionarios profesionales para llevar a cabo tareas de gobierno que funcionarían bajo criterios supuestamente racionales y científicos. Y si digo supuestamente es porque parten de premisas tales como la naturalización del egoísmo, sea para relaciones individuales o colectivas. Da lo mismo si se trata de explicar el crimen o el comportamiento de los partidos políticos, el punto de partida es que ambos son maximizadores.

Uno de los daños colaterales de ese pensamiento fue que las campañas electorales y en general la tarea de los partidos políticos comenzó a pensarse (y a materializarse) en estrategias para ganar votos. A fin de cuentas, los partidos políticos tienen un objetivo concreto: ganar elecciones.

Así, la construcción de plataformas político-electorales se ha puesto en manos de publicistas y mercadólogos; la selección de candidaturas se ha convertido igualmente en un acto publicitario. Menos que elegir a alguien capaz, se trata de escoger a alguien popular. Sé que no necesariamente están divorciados. Hay ejemplos (aunque no sobran y no seré yo quien los dé) de políticos capaces y altamente populares. La popularidad, asociada con el carisma, puede ser una cualidad necesaria para ejercer un liderazgo, pero no es un fin en sí mismo.

Y el problema es que la popularidad contemporánea se cruza con muchos de los malestares de la democracia, que son igualmente corolarios del sistema social dominante: poca legitimidad de lo público, alta resistencia del statu quo a la pluralidad social y un clima antipolítico exacerbado.

Lo que tenemos como resultado está a la vista: de Trump a Milei pasando por Meloni. Su discurso es estridente, facilón y hasta superficial, su estilo se presenta como franco y se dicen víctimas de la tiranía de lo políticamente correcto. Paradójicamente, un sistema creado para seleccionar a los técnicamente más capaces ha producido líderes francamente tontos. Pero parte de su atractivo es que se presentan como personas comunes, sin pretensiones intelectuales.

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