El último arrebato

Legitimidad de origen

Cuando el Partido Acción Nacional resolvió colaborar en la instalación del priísta Carlos Salinas de Gortari en la Presidencia de la República, luego de un proceso electoral severamente cuestionado, en 1988, los líderes de ese partido sostuvieron la tesis de que la legitimidad de origen no era indispensable si el presidente podía construir su legitimidad ya en el ejercicio del poder. Al hacerlo, el panismo no sólo dio la espalda a los reclamos de fraude de Cuauhtémoc Cárdenas, el candidato de la izquierda que obtuvo el más alto respaldo popular, sino que abandonó a su propio candidato presidencial, Manuel J. Clouthier, que meses después moriría en un extraño accidente carretero. Esa elección quedó manchada y tiempo después las boletas electorales, que estaban bajo resguardo del Congreso, fueron entregadas al fuego para impedirle a la historia cualquier evidencia.

Para la democracia, no es cosa menor la legitimidad de origen, la que otorgan los electores con su respaldo explícito y deliberado en las urnas. No hay que perder de vista que desde que Dios salió del centro de la política (como ocurría en un pretérito lejano que busca restaurar un aspirante ultra), el poder público proviene, según el artículo 39 constitucional, nada menos que del pueblo. De ahí que no será ocioso un ejercicio de memoria que nos permita poner en perspectiva la legitimidad de origen de los hombres que han ocupado la presidencia en el último medio siglo, a partir de la reforma que abrió a la nueva pluralidad mexicana el sistema político mexicana.

Hasta José López Portillo (1976-82), la presidencia era traspasada bajo mecanismos que tenían que ver más con las máquinas del Estado que con los humores del electorado. Con él se agotó un modelo basado en un Partido Único y la liturgia de unas elecciones protocolarias. Cómo olvidar que en la boleta electoral sólo apareció aquél y su alma, y el cómputo oficial le asignó casi el 92 por ciento de los sufragios emitidos. Para que el sistema fuera dotado de legitimidad, fue necesario rediseñar el modelo de representación y construir un aparato electoral progresivamente confiable, y como consecuencia de ello el respaldo con que el presidente se hacía del poder comenzó a ser cada vez menor, pues pasó a ser fruto de una competencia efectiva.

En 1982, la elección presidencial pasó al otro extremo, al menos en lo tocante a la contienda formal, y Miguel de la Madrid Hurtado tuvo que enfrentar a seis retadores. Ganó, pero frente a su antecesor perdió 20 puntos, pues obtuvo 70.99 de los votos. Carlos Salinas perdió otros 20, al ser declarado oficialmente triunfador con 50.36 por ciento de los votos. En 1994, un año que aún nos persigue (TLC, EZLN y los crímenes de Colosio y Ruiz Massieu), Ernesto Zedillo se hizo de la presidencia por debajo del 50 por ciento (48.69) de los votos. Ninguno de los tres mencionados tenía en su historial liderazgo social alguno, más aún, aunque eran secretarios de Estado no se habían medido en las urnas ni siquiera como candidatos a una regiduría municipal.

A la vuelta del sexenio, en el cambio de siglo y ya bajo las siglas del PAN, el poder pasó a manos de Vicente Fox con 42.52 por ciento, mientras que Felipe Calderón, en 2006, se hizo de la presidencia con 35.91, apenas 0.56 por ciento por arriba de lo oficialmente obtenido por Andrés Manuel López Obrador en su primera contienda presidencial. Recuerdo esa elección como la más auténtica batalla, brutal guerra de propaganda, competencia a punto de la ebullición y, al mismo tiempo, el punto más bajo del respaldo popular a un presidente en funciones.

En 2012 Enrique Peña Nieto alcanzó una votación (38.20%) dos puntos arriba de la que las actas oficiales consignan que obtuvo su antecesor, de ahí la importancia del salto obtenido por Andrés Manuel López Obrador, con 15 puntos más (53.19%). No han faltado quienes, sin evidencia alguna, sostienen que el poder depositado en el actual presidente se parece mucho al de los tiempos gloriosos del PRI, aseveración que no se sostiene, por supuesto, y que más bien responde a una rabiosa malquerencia, puesto que su poder emana de un movimiento social de raíces profundas, del que no puede presumir ninguno de los antecesores mencionados.

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