Trabajos de mierda

Cayó en mis manos el libro Trabajos de mierda, una teoría, de David Graeber, que pone el dedo en la llaga, sobre el sentido del trabajo, tema que vengo discutiendo desde hace tiempo con colegas y amigos. Graeber, antropólogo anarquista neoyorkino, fue promotor del movimiento Occupy.
Desde Adán y Eva el trabajo ha sido considerado como castigo o maldición: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Marx, Engels, Vigotsky y otros, sin embargo, asignan al trabajo un papel fundamental en ‘la transformación del mono en hombre’. El trabajo ofrece desafíos que activan y afinan la inteligencia y fortalecen la voluntad. Gracias a él, las personas se realizan a sí mismas dan sentido a su vida y transforman la realidad.
El problema es que, en los diferentes modos de producción, el trabajo se divide no sólo técnicamente, sino socialmente: desde el esclavismo hasta nuestros días, las labores más pesadas (picapedreros, albañiles, agricultores…), sucias (afanadores, recolectores de basura…) o “denigrantes”, se asignan a la “chusma” y son poco valoradas, mal pagadas o incluso despreciadas, a pesar de ser esenciales para la vida humana; mientras que la filosofía, la política, las bellas artes, las ciencias… son privilegio de unos cuantos.
Hay otro tipo de trabajos, sin embargo, que no pertenecen a éstos. Graeber los llama ‘de mierda’: “Empleos carentes de sentido, que no sirven para nada, que no sólo son innecesarios, sino perniciosos. Quienes los realizan son incapaces de justificarlos, y se ven obligados a fingir que son importantes”.
Los ‘trabajos de mierda’ suelen ser bien pagados y abundan en la alta burocracia pública y privada. Podríamos decir que los hay en todos los ámbitos y niveles del mundo laboral.
La genial película Almacenados de Jack Zagha ilustra uno de ellos: El riguroso Lino, próximo a jubilarse, ha trabajado como guardia durante 39 años, encerrado en un almacén vacío, realizando la misma tarea rutinaria, ocho horas diarias todos los días de su vida laboral: esperar sentado a que llegue cierta cantidad de mástiles de barco, para registrarlos (aunque éstos nunca llegan), así como esperar la llamada telefónica de su jefe (que tampoco llama), para recibir instrucciones. Antes de retirarse debe entrenar a quien será su sustituto: un jovencito con actitud desenfadada y falta de compromiso con su encargo: barrer el lugar. Las rutinas y horarios se siguen a rajatabla y sin demora y todo parece suceder “a la perfección”. Se trata de trabajos inútiles, pero ninguno se atreve a reconocerlo abiertamente, pues se quedaría sin empleo, así que ambos eligen resignarse y fingir.
Estos ‘trabajos de mierda’ son altamente dañinos, tanto para las personas que los ejercen como para la sociedad en general. Los empleados son sometidos al sinsentido, a la necesidad de engañar, al empobrecimiento intelectual e incluso a una baja autoestima; socialmente también dañan, pues contribuyen a mantener y normalizar el absurdo statu quo que impone el neoliberalismo.
Recordé el libro de Graeber, al observar un grupo de jóvenes en un crucero, vestidos de verde fluorescente (ellas con microfalda y enseñando el ombligo), haciendo alharacas mientras el semáforo estaba en rojo, para llamar la atención de los automovilistas y mostrar una gran lona comercial.
Esto es lo que el sistema neoliberal o la sociedad de mercado ofrece a los jóvenes de las clases populares, como “trabajo”: actividades sin sentido que no enseñan nada relevante, que no exigen ningún esfuerzo intelectual, ni habilidades de ningún tipo, pero que los chavos aceptan, porque “pagan mejor que en Jóvenes construyendo el futuro” y no hay más, (a menos de que se afilien como peones de la delincuencia organizada).
He aquí un desafío, no sólo para el gobierno federal, sino para toda la sociedad: ¿Cómo aprovechar y potenciar la vitalidad y el talento juvenil, para construir otro México más humano, sano, creativo y gratificante?
*Miembro del Movimiento por una educación popular alternativamaric.vicencio@gmail.com