Cultura

Resiliencia Indígena: resistencia, sobrevivencia y adaptación

A 500 años de resistencia, la lucha sigue. La grandeza de México y su gente, y la resiliencia de los pueblos indígenas han permitido mantener vivas las culturas de esta gran nación.

Antes de la llegada de los españoles —en lo que se conoce como tiempo mesoamericano— existía en estas tierras gran diversidad de culturas, cada una con su propia historia, religión, organización política y social, lengua, saberes, tradiciones y cosmovisión. Entre las más conspicuas se encontraban la cultura zapoteca, maya, otomí, chichimeca, purépecha, wixarika, rarámuri, y por supuesto mexica, que era el imperio dominante.

Cuando los españoles llegaron, a su paso se abrió una nueva tierra: selvas, bosques, desiertos e inmensas planicies dejaron boquiabiertos al invasor, quedando expuesta su riqueza natural y biodiversidad. Cuando los españoles llegaron se encontraron con una torre de babel amerindia (desde el sur hasta al norte); eran tantas y diferentes culturas con las que se enfrentaron y confrontaron que fue un milagro que se pudieran comunicar —y sobrevivir— en este nuevo mundo para ellos; y digo nuevo mundo para ellos, porque la gente de acá ya habitaba estas tierras muchos, pero muchos, milenios atrás.

Cuando llegaron los españoles se encontraron que los pueblos mesoamericanos eran politeístas. Los mexicas por ejemplo veneraban a Tláloc, dios de la lluvia; a Cintéotl, dios del maíz; a Chicomecoatl, diosa de la agricultura, la cosecha, la fecundidad y la fertilidad; a Xochiquetzal, diosa de la belleza, de las flores, de la juventud, del embarazo y del parto; a Ehecatl, dios del viento;  a Xiuhtecuhtli, dios del fuego; a Huitzilopochtli, dios del sol y de la guerra; a Meztli, diosa de la luna; a Mayahuel, diosa del maguey; a Petécatl, dios del pulque. Todos los pueblos mesoamericanos tenían los mismos dioses solo que eran nombrados en la lengua materna de las distintas culturas.

Para cada actividad importante en su vida cotidiana, los antiguos mexicanos tenían un dios para cada parte del día, para cada astro del universo tenían un dios, al que respetaban, veneraban y ofrendaban.

Los españoles se horrorizaron cuando supieron que a estos dioses se les ofrendaban corazones humanos. ¡Bárbaros! ¡Salvajes! —dijeron—. Habría que acabar con tan terribles y sangrientas costumbres. Cuando el hombre barbado (el hombre blanco) llegó del otro lado del mar, los antiguos mexicanos pensaron que se cumplía la profecía, que finalmente había llegado Quetzalcoátl.

Pronto se dieron cuenta que el hombre que llegó no era su dios sino un hombre ambicioso y cruel, sediento de oro y riquezas. Entonces comenzó la guerra. Algunos pueblos oprimidos por los mexicas, se aliaron de manera natural a los españoles, sólo así se explica la caída de la gran Tenochtitlán en 1521, de otra manera, el puñado de españoles que llegó del viejo mundo no hubiera podido vencer al ejército mexica, organizado y disciplinado, diestro en el arte de la guerra.

Hubo resistencia, los mexicas pelearon con los españoles y sus aliados, pero perdieron la guerra y fueron conquistados, y no solo ellos, sino también sus aliados. Pronto, los españoles destruyeron las deidades de todos los pueblos mesoamericanos, sus pirámides e impusieron una nueva religión, un nuevo dios y una nueva lengua. Los curanderos prehispánicos fueron perseguidos, prohibidas incluso sus plantas medicinales, consideradas satánicas por los rituales de curación que se hacían en los procesos de curación nativa.

Con las piedras de las pirámides destruidas los españoles construyeron sus iglesias, sobre los sitios, otrora sagrados para los mexicanos. En sus altares colocaron a sus santos y vírgenes. Los pueblos fueron renombrados, muchas veces agregando un nombre de un santo español o bautizándolos con en nombre de una localidad que les hiciera recordar su origen. Así empezó la historia de la colonia española y el drama de los pueblos amerindios.

El calendario lunar mesoamericano que no era otra cosa más que un calendario agrícola fue sustituido por el calendario gregoriano. Entonces en todas las festividades y rituales agrícolas del calendario prehispánico las deidades del maíz del agua y de la tierra fueron reemplazadas por santos y vírgenes de la religión católica.

A los pueblos originarios no les quedo otra que adaptarse, asimilando en sus propias tradiciones las nuevas costumbres, dando paso al sincretismo religioso que perdura en la actualidad. Es así que cinco siglos después, donde antes se adoraba a la madre tierra, ahora se adora a la virgen de Guadalupe, la virgen morena que antes se llamaba Tonatzin.

La madre tierra, “zi nänä hai”, era vista por los antiguos mexicanos como un ser viviente a quien veneraban, respetaban, cuidaban y temían. Porque la “madre tierra” proporciona alimentos para comer, agua para beber y aire para respirar, así como una infinidad de plantas medicinales, comestibles y rituales.

Los pueblos indígenas mantenían una relación de equilibrio y respeto con la naturaleza, porque sabían que de su cuidado dependía la continuidad de la vida. Esa relación de respeto con la madre tierra todavía se mantiene viva en el corazón de muchos indígenas, herederos de saberes, creencias y prácticas tradicionales que heredaron de sus ancestros.

Lo vemos en la feria del maíz y en la feria del hongo, a nivel local y a nivel nacional, celebraciones de vida, manifestaciones de resistencia, para conservar nuestras plantas nativas, para rechazar las plantas introducidas o transgénicas y en general la agroindustria o agricultura intensiva que amenaza la biodiversidad natural, salud y ambiente. 

Los pueblos originarios de México son los guardianes de la memoria biocultural de sus ancestros, responsables de salvaguardar la biodiversidad del planeta. Con su cosmovisión propia y prácticas de aprovechamiento de sus bienes naturales mantienen el frágil equilibrio de la naturaleza, amenazada constantemente por la “modernidad” y “desarrollo” del mundo globalizado.

Cierto es que muchos pueblos han sido devorados, asimilados y aculturizados por las políticas públicas del estado basadas en el libre mercado, en donde el poder del dinero etiqueta la biodiversidad natural como recursos naturales, renovables y no renovables, les pone precio y los explota desmesuradamente, provocando la destrucción y contaminación de la tierra, agua y aire, desolando regiones, vulnerando y marginando pueblos y controlando el destino de la gente.

Afortunadamente, hay pueblos que han resistido a los embates de la “modernidad” y “desarrollo”, conservando su identidad, lengua, cosmovisión, y prácticas de producción y consumo tradicional, que en su conjunto representan su patrimonio y memoria biocultural.

Por más de 500 años los indígenas mexicanos fueron explotados, despojados de sus tierras, de sus costumbres, de sus lenguas y culturas, primero por los españoles y después por los mestizos. Su gran fortaleza y capacidad de resiliencia les permitió adaptarse y sobrevivir, logrando mantener sus culturas vivas, invisibilizadas por los gobiernos apátridas depredadores. Fue —podríamos decirlo así— que a finales del siglo pasado, cuando los zapatistas, con su grito de “ya basta”, que resonó en todo el mundo, visibilizó a los indígenas el 1 de enero de 1994.

A partir de entonces, se han ido reconociendo los derechos de los pueblos originarios. Sin lugar a dudas, uno de los logros más importantes de esta lucha fue el reconocimiento de los pueblos indígenas como base de la nación mexicana, que se oficializó en Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos —apenas— el 14 de agosto de 2001.

En el Capítulo 1, Artículo 2 de la nueva legislación se estableció que: “La nación tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas que son aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas.” Dos años después se promulgó la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas y en el 2005 se creó el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) para hacer valer dicha ley.

Los cambios en el marco legal representan un gran avance puesto que el gobierno mexicano se vio forzado a implementar nuevas políticas lingüísticas y educativas sustentadas en la diversidad cultural y en el respeto y reconocimiento de los pueblos y derechos indígenas. Sin embargo, aún hace falta mucho por hacer para que México sea un país intercultural, basado en relaciones de inclusión y respeto, por nuestras culturas, por nuestras raíces y por nuestra gente.

En la actualidad los pueblos indígenas son un grupo vulnerable que padece altos índices de pobreza extrema, rezago educativo, marginación, desnutrición analfabetismo y abandono, condiciones que propician la pérdida de su lengua, cultura, e identidad. Para darnos una idea de la magnitud del problema y retomando los datos del último Censo de Población y Vivienda 2015 se registró una población indígena de 25.7 millones de personas, de las cuales sólo 7.3 millones son hablantes de su lengua materna, lo que indica que el 71 por ciento de la población indígena mexicana ha perdido su lengua.

Esta situación es preocupante y alarmante porque la lengua además de conferir identidad a los distintos pueblos es el medio de expresión de sus saberes tradicionales, que se han acumulado de generación en generación y que se han transmitido por medio de la tradición oral. A través de la lengua se puede conocer la cultura de los pueblos, su cosmovisión, sus creencias, su forma de relacionarse con su medio ambiente y la concepción particular que tienen de la vida que les rodea.

De ahí que, si se pierde una lengua, se perderán inevitablemente los saberes, memoria biocultural, cultura, cosmovisión e identidad de los pueblos y con esto el patrimonio cultural de los mexicanos y de la humanidad.

Finalmente, cabe mencionar que la política educativa de castellanización, implementada por el gobierno mexicano entre 1950-1990, fue uno de los factores que propició la pérdida y desvaloración de las lenguas indígenas. Esto tuvo mayor impacto en la desaparición de lenguas que en la época de la colonia.

En ese periodo se prohibió a los indígenas hablar su lengua materna en el salón de clases, los alumnos sufrían severos castigos si lo hacían. Que los indígenas aprendieran español era la consigna del gobierno mexicano para que pudieran incorporarse y contribuir al desarrollo de México. En 1970 se implementó el Modelo de Educación Indígena; sin embargo, después de cinco décadas no se ha podido consolidar, por sus deficiencias, imprecisiones y limitaciones, reflejadas en los altos índices de analfabetismo y rezago educativo que padecen los pueblos indígenas, así como en la pérdida de sus lenguas maternas.

Hoy día, la mayoría de los indígenas mexicanos son analfabetas en su propia lengua y no tienen suficiente dominio del español estándar de México. Con la reforma educativa del sexenio pasado el panorama de la enseñanza de las lenguas indígenas es incierto, pues se ha privilegiado la enseñanza del inglés, cuando debería ser prioritaria la lengua materna de los pueblos originarios de México.

El gobierno mexicano actual tiene buenas intenciones, pero no cuenta con estrategias y personal, eficiente y suficiente, para resolver dicha problemática. Resulta indispensable la implementación de un modelo de Educación Intercultural y Bilingüe que tome en cuenta la realidad multicultural del país.

A 500 años de resistencia, la lucha sigue. La grandeza de México y su gente, y la resiliencia de los pueblos indígenas han permitido mantener vivas las culturas de esta gran nación. El esfuerzo de todos es importante para salvaguardar nuestra diversidad biológica, lingüística y cultural.

 

* Profesor de Idioma y Cultura Local. Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

aurelio.nunez@uaq.edu.mx

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