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El que nada debe nada teme

Hay una tensión muy evidente del gobierno con la academia. En principio, no debería sorprender demasiado. Como afirmé en la entrega anterior, muchos centros de investigación han servido como pilar del modelo económico y social que, al mismo tiempo que ha sido la directriz en la construcción de políticas públicas, ha construido el sentido común actual: cómo deben ser las relaciones sociales, a qué responden y por qué. Si diéramos por buena la hipótesis del cambio de régimen, habría que detenernos en las relaciones del anterior régimen con la academia.

Antes de continuar, habrá que decirse que la política en ciencia y tecnología (el nombre mismo es problemático y hace referencia a una forma de pensar el conocimiento: ¿y las humanidades, las artes, o las ciencias sociales no matematizadas?) del gobierno actual está entre lo mediocre y lo desastroso. No está tan lejos de la reflexión: los gobiernos anteriores no tenían una idea muy precisa sobre por qué apoyar a la academia, salvo que se tratara de impulsar laboratorios de ideas (“think tanks”).

A eso se redujo la academia en los últimos sexenios. Y los programas de estudio, tesis, becas y plazas académicas no me dejarán mentir. Se apoyaba la producción y evaluación de política pública. Todo bajo un paradigma: la tecnocracia. Se trataba, pues, de formar recursos humanos para los gobiernos técnicos.

Hasta allí, lo que había era una tensión por posicionar a la academia, sus relaciones con el poder y su función social. Nada grave. Pero el conflicto escaló, de manera gravísima, los días pasados, luego de que se diera a conocer el intento de aprehender a 31 académicos por supuestas irregularidades. El debate público, sin embargo, se desvió de manera lamentable.

Así, en vez de reflexionar sobre los alcances de las acusaciones, el sector más afín al gobierno trató de justificar las acciones de la Fiscalía afirmando que los académicos y científicos no son impolutos, y no sólo pueden cometer delitos, sino que no tendrían por qué escudarse en su condición privilegiada para evadir la justicia.

El presidente, proclive a reducir las tensiones a frases populares, afirmó que “el que nada debe nada teme”. Desconozco si saben o no las implicaciones de los procesos penales por delincuencia organizada, que es de lo que se acusa a los académicos. Parece que el sexenio de Calderón y toda la juridificación de la “guerra contra el narcotráfico” les pasó de largo.

Todo el régimen jurídico de la delincuencia organizada, desde la definición misma (3 o más sujetos que se pongan de acuerdo para delinquir), abre la puerta a abusos inenarrables. Como sigue la lógica del derecho penal del enemigo, lo mismo se ha aplicado para encerrar y torturar “terroristas” en Guantánamo, como para arraigar hasta ochenta días, a personas, sin otra prueba de culpabilidad que la mera sospecha. El derecho penal, en específico las penas privativas de libertad, deberían, en un estado democrático, reducirse a poquísimos casos y no debería admitir regímenes como la delincuencia organizada. Es alucinante que haya personas dispuestas a defenderlo. En especial, si se definen de izquierda.

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